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vol 23 • 2017

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Sujetos imprevistos

Sujetos imprevistos

Anna Maria Piussi

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Siempre me han impactado las palabras de Paulo Freire, «O mundo não é, o mundo está sendo» que acompañan una hermosa foto suya, el único cuadro que he decidido mantener en mi despacho de la universidad. Cada vez que entro en la habitación, esas palabras capturan inconscientemente mi mirada y me restituyen la orientación de la esperanza, también en virtud de la gran contigüidad que tienen con ese “traer al mundo el mundo” que Diotima [1], la comunidad filosófica femenina de la que formo parte, eligió como título de su segundo libro (Diotima, 1996), en el que afrontamos la tarea infinita de traer el mundo a la luz de la experiencia femenina y así verlo y orientarlo hacia un nuevo inicio, hacia un más y mejor. Y vuelvo a encontrar el impulso necesario para afrontar el trabajo en un lugar, la universidad, que, si bien he amado, con el tiempo se ha convertido en una máquina procedimental, un espacio público cada vez menos humano y cada vez menos público, sofocado bajo el peso de la lógica neoliberal de continuos cambios desde arriba en sentido empresarial, tecnocrático y competitivo. Cambios forzados que obligan a un activismo frenético y convierten el pensar en algo superfluo e incluso perjudicial, mientras reduce las relaciones humanas a mercancía (Arnaus, Piussi, 2010).

Palabras de anuncio y de verdad, las de Freire, generadas por un pensamiento que, como todo lo que está vivo, está en movimiento, renace, se transforma, se reinventa, no se cierra en una forma completa. Un pensamiento vivo e inquieto, radical y provocador, que tiene la fuerza de leer la realidad con todos los sentidos y abrirla amorosamente a la esperanza de los “inéditos posibles”, porque nace de prácticas singulares y colectivas de reflexión-acción y de la experiencia intensa del mundo y de sí en el mundo, y continuamente vuelve a él con un más y un más allá valiosos para la vida y para la convivencia humana.

Es esto lo que me ha fascinado desde mi primera lectura de la Pedagogía de los oprimidos.

Una lectura que fue un punto de atracción imprescindible para mí y para otros estudiantes involucrados en los movimientos antiautoritarios de los años sesenta-setenta del siglo pasado. La atesoramos, junto al pensamiento de Gramsci, de Illich y a la extraordinaria experiencia de don Milani en Barbiana, para afrontar el desafío de la que entonces se llamaba la contraescuela, contracultura, entendidas en un sentido amplio.

No existe pensamiento fiable si no es pensamiento de la experiencia. Y no existe verdadero pensamiento si éste no nace de un obstáculo, de un interrogante auténtico, y si no es fruto de un transformación radical de la conciencia ordinaria. Por ello, casi instintivamente, nos sentíamos atraídos por sus escritos, escritos de un pensador que no piensa las ideas sino que piensa la existencia porque está comprometido con la vida y con el desafío de mejorarla para todos.

Hacia sujetos imprevistos

Los años setenta del siglo pasado fueron, en Italia como en otros lugares, años de fermento social y político, durante los cuales fue central la inversión en el papel de la cultura, de la escuela y de la educación para la transformación de la sociedad. La obra de Freire, que llegó a Italia en esos años suscitando vivaces debates, inspiró el extraordinario experimento social y cultural puesto en marcha en esa década en el ámbito de la educación de los adultos, la escuela de las 150 horas. Dicha experimentación se puso en marcha gracias a la conquista sindical de los trabajadores del sector metalmecánico (FLM), cuyos contratos de trabajo reconocieron a los trabajadores 150 horas laborables remuneradas destinadas a uso escolar y cultural, a condición de que pusieran a disposición otras 150 horas de su tiempo libre. El sindicato eligió dar la prioridad a la recuperación, para todos los trabajadores, del diploma de la escolarización obligatoria. Obtuvo del Estado el uso de las escuelas públicas para los propios cursos y el reconocimiento formal de los programas de estudio, pero mantuvo para sí, para las vanguardias obreras y para los propios “intelectuales orgánicos”, sin cederlo a las empresas, el proceso formativo, es decir, la elección de los objetivos [2], de las metodologías, de las experiencias de aprendizaje. Se trató de un intento de soldar el mundo del trabajo y el mundo de la instrución, el trabajo manual y el trabajo intelectual, que tuvo como protagonistas al movimiento obrero, al movimiento estudiantil y a docentes en lucha por la reapropiación crítica/reinvención de la cultura por parte de las clases subalternas, y para la formación de una conciencia de clase antagonista tanto al sistema económico-ideológico hegemónico como a la educación bancaria tradicional. La invención política, cultural y pedagógica de las 150 horas pronto se extendió a otras categorías de trabajadores. Las metodologías dialógicas y reflexivas de lectura y comprensión crítica y colectiva de la realidad, en la que se aprendía y se enseñaba juntos, más allá de roles fijos, poniendo en círculo saberes de vida e instrumentos cuturales “altos” para crear una nueva escritura del mundo, liberaron casi imprevisiblemente la subjetividad de los participantes.

Sin embargo, al dejar espacio a las narraciones de las vivencias personales, a las historias individuales además de las colectivas, el bloque compacto de la “clase” empezó desmigajarse en diversidades y conflictos: emergió toda la complejidad de las conciencias singulares, su excedencia respecto al simbólico de la militancia organizada, de las líneas políticas por decidir, de las masas oprimidas por rescatar. Fue necesario darse cuenta de la distancia entre la idealización de la clase obrera y la realidad de su composición humana (Melchiori, 2007).

La distancia se acentuó con la entrada de muchísimas mujeres en la “escuela obrera” de las 150 horas: no sólo trabajadoras sino también amas de casas, desempleadas, estudiantes, mujeres comunes de diferentes edades y procedencias socioculturales. La apertura a todas indistintamente, querida, contratada o impuesta por las componentes femeninas del sindicato y apoyada por numerosas feministas, fue una elección de libertad movida por la necesidad. Para traerse al mundo como sujetos era necesario que las mujeres se sustrayeran del dispositivo de poder representado por las divisiones por categorías, clases sociales, pertenencias y bandos propias de la geografía política y sociológica masculina. Había quedado claro que en el nudo poder-saber se jugaba el conflicto entre clases sociales pero dentro del mismo género, el masculino, mientras que permanecían en la sombra las contradicciones de sexo [3], empezando por las diferentes condiciones de vida, y no sólo de trabajo, de las obreras respecto a los obreros.

La falsa neutralidad de la escuela, que había que cuestionar, era en realidad doble: no sólo porque se trataba de una escuela funcional a las clases dominantes, sino también porque era expresión del género dominante, el masculino, que durante milenios había objetivado a las mujeres, excluyéndolas como sujetos, a pesar de usar sus cuerpos, inteligencia, saber y amor para las propias construcciones.

En las escuelas y en las universidades se multiplicaron cursos y módulos de solo mujeres, que aprendieron a reconocerse, muchas por primera vez, en la común pertenencia al sexo femenino y en el común deseo de tener una mayor inteligencia sobre sí mismas y sobre la sociedad. Sin que por ello se vivieran como un grupo homogéneo, carente de diferencias singulares; es más, éstas se liberaban y se iban reconociendo a medida que las narraciones de sí en primera persona, de las propias experiencias, incluso las más íntimas e inconfesadas, y a menudo fuente de sufrimiento, entraban en círculación con las de las otras, en una escucha atenta, haciendo emerger puntos de tangencia y de comunidad significativos, pero también grados de libertad y de conciencia diferentes, y por eso podían ser para todas fuentes de aprendizaje y de transformación. Estos cursos fueron una verdadera escuela popular, en la que se animaba a desaprender las visiones interiorizadas y a reaprender fiándose del saber y de la lengua de la experiencia, y en la que no existían expertos. Se experimentaba la fecundidad del encuentro entre investigadoras, académicas, profesoras y amas de casa: mujeres cultas, a menudo en conflicto entre el amor por la cultura (en aquellos años casi exclusivamente masculina) y el deseo de fidelidad a sí mismas, y mujeres “incultas”, ricas de una experiencia y de una reflexión solitaria de la vida, la que se hace de noche, lavando los platos, planchando camisas, recogiendo la casa cuando todos duermen (Melchiori, 2007), y en ocasiones más capaces que otras de un pensamiento libre, no obstaculizado por ideologías o teorías predefinidas. Una fecundidad destinada a dejar huella, porque los pensamientos y las palabras que se intercambiaban en la búsqueda compartida de una verdad propia tocaban el entero ser, podían revelar, iluminar y modificar el tipo de relación que cada una tenía consigo misma y con el mundo, tenían la eficacia simbólica de producir consecuencias concretas sobre la materialidad de sus vidas y de sus deseos.

En los cursos 150 horas de las mujeres en los que se adoptó, además de la práctica de la autoconciencia, la del partir de sí y la práctica de las relaciones, ambas en el centro del feminismo italiano de la diferencia, la división de matriz patriarcal entre público y privado, entre personal y político, entre escuela y vida, fue, de hecho, superada. En las prácticas de encuentro, en las reflexiones y en las palabras intercambiadas, se intentaba dar nombre, nuevo sentido y orden a fragmentos de vivencia de cada una, fuera del lenguaje, de las identidades y de las divisiones impuestas por el mundo masculino, y lejos de la pretensión de una síntesis conclusiva. Una búsqueda existencial y política del sentido libre de ser mujer, a partir de la vida cotidiana, que toma como medida el tejido frágil de la vida, la propia y la de las otras/otros, y que en sus variadas dimensiones (y desgarros) está siempre en el centro de la experiencia femenina y de su capacidad de darle continuidad creativa: desde las circunstancias más cercanas hasta las más lejanas. Una búsqueda abierta, infinita, como inconcluso y siempre en devenir es el ser humano en la historia (Freire, 2004: 119) pero que corresponde a ese deseo de transcendencia encarnada, sexuada y no (falsamente) neutra, que representaba lo inaudito (Zamboni, 1996), lo no previsto por el patriarcado. Así como imprevistos por el sindacato, que de hecho no los entendió, eran el deseo y el placer de muchas mujeres comunes de volver a la escuela, incluso sin la preocupación por el diploma, de acercarse al estudio, a la lectura, al trabajo del pensamiento y de la escritura de sí y del mundo, pero en un contexto social de cuerpos, miradas y mentes femeninas, de intereses y deseos de solo mujeres. Las ganancias de una decisión tal no se limitaron a conquistas intelectuales, sino que se extendieron a la creación de una nueva socialidad femenina, de relaciones valorizantes y autorizantes entre mujeres. De tales relaciones de autoridad, alejadas del poder, alumnas y docentes comprendieron la necesidad existencial y política, dejando caer la ilusión, más bien masculina, de ser autosuficientes o de estar condenadas a la soledad opresiva de las cuatro paredes domésticas. Fue así como, en muchos casos, una vez terminados los cursos, las mujeres volvían, mientras que los hombres se hacían sindicalistas, volvían al trabajo político y de la fábrica. El placer de las relaciones en presencia [4], que se advertía principalmente de manera inconsciente pero era real; el compartir comida, momentos de fiesta, prácticas artísticas; el clima de convivialidad libre pero al mismo tiempo vinculante para que las relaciones y el pensamiento fueran significativas; los momentos de intensidad de ser y de felicidad que caracterizaron muchos de estos cursos, se convirtieron, en el movimiento de las mujeres, en elementos reconocidos de politicidad, formas inéditas de la política. Y, añado, componentes fundamentales de una pedagogía de la diferencia sexual que orienta hacia el arte de la libertad, poniéndola en práctica, y que es, al mismo tiempo, una pedagogía del deseo, si por éste entendemos, según el descubrimiento del feminismo, ese deseo de lo imposible que nace de la pasión por lo real.

He contado con detenimiento la experiencia de las 150 horas porque es poco conocida y porque también de allí nacieron en los años siguientes una multitud de iniciativas culturales y políticas autónomas de mujeres (centros culturales, librerías, libres universidades, etc.), lugares de encuentro y de formación/autoformación, que con el tiempo estimularon también en algunos hombres la búsqueda sincera de sí, de la propia parcialidad masculina a prueba de una alteridad femenina ya hablante, y de cómo reorientar el proprio compromiso en el mundo. Y porque fue ahí cuando inició mi viraje político y pedagógico radical [5], gracias al encuentro con dos mujeres a las que reconocí autoridad y con las que crearía, además de la comunidad filosófica Diotima, la pedagogía de la diferencia sexual y, sucesivamente, el movimiento de autorreforma de la Universidad y de la escuela junto a algunos hombres movidos como nosotras por el deseo de cambiar las cosas. Ahí gané un saber que más tarde sería de orientación también para muchas profesoras en las escuelas y en las universidades: la necesidad de una mediación femenina para participar en el mundo de manera creativa, y de una genealogía simbólica femenina, no como puntal identitario sino como precedente de fuerza (Librería de Mujeres de Milán, 1991): «entre yo y el mundo, otra mujer; entre otra mujer y yo, el mundo». El amor de sí (el ser y devenir sujetos libres, hablantes y desiderantes), ganado con la mediación de otra que da medida y autoriza a la libertad, entra en circulación como energía vivificante con el amor del mundo y viceversa, nunca uno sin el otro. Ahí también comprendí, al experimentarla, que la política autónoma de las mujeres se difunde por contagio y por contacto, no necesita de organizaciones, partidos, representación, puesto que es extraña a la lógica del delegar, del programa, a la diléctica del poder-contrapoder. Privilegia, haciéndoles vivir en un nexo recursivo, la toma de conciencia y el actuar en primera persona, mediados por relaciones de autoridad de origen femenino. Por tanto, coloca en primer lugar, desde una perspectiva de libertad y gracias a la práctica de las relaciones, la transformación de sí y de las propias relaciones con el mundo para transformar el mundo. Vive en virtud de vínculos singulares entre mujeres, que se difunden y se amplían por conocimiento personal, en relaciones donde cuenta la presencia recíproca, y donde puede emerger y circular la palabra de autoridad femenina. Una palabra que hace un corte en el discurso del otro, desvelando aspectos obvios de lo cotidiano, y que es capaz de significar libremente lo real, entendido como el vínculo entre lo que hay y lo que también existe pero no está previsto por el orden dado (ni siquiera como desarrollo dialéctico y, por tanto, “imposible” según las visiones corrientes), y como tal permanecía en lo invisible, en lo no dicho, incluso en lo inaudito. Y, sin embargo, precisamente en contacto con lo inaudito, con ese otro lugar que es el lugar de la fuerza femenina vinculante según la propia genealogía, no previsto en ningún lugar del patriarcado, la revolución femenina produjo un desplazamiento simbólico, poniendo al descubierto los límites y los engaños del dominio patriarcal, su monopolio simbólico, que dejó de arraigar en la mente femenina y, al quedarse sin crédito, se disolvió en su capacidad reguladora. Como muestra el desorden del mundo actual, en vilo entre el fin de una civilización (¿Europa que se deshace, Occidente y el entero mundo en crisis?) y quizá el inicio de una nueva. La política de lo simbólico, la del feminismo radical que apuesta por la fuerza transformadora de la palabra y de las relaciones vivas y no por la reivindicación de derechos y de poder, ha operado por lo tanto no con acciones proyectuales dirigidas al futuro, no por etapas intermedias, sino en virtud de un corte en el presente: también en el mundo de la escuela. Un corte que ha abierto un vacío en el que hemos arriesgado, con fatiga y felicidad, un nuevo sentido, nuevos significados, sabiendo ganar la distancia necesaria para hacer presente y ver lúcidamente el sistema patriarcal como realmente era: una estructura simbólica y social histórica, no eliminable ilusoriamente, pero sin duda resignificable en el horizonte más amplio de la libertad femenina como parte de lo real pero no como el todo. Y por lo tanto transformable si nos transformábamos a nosotras mismas, a nuestra mirada, a las formas de la relación y del conocimiento.

La creación de lugares autónomos, separados del componente masculino, donde practicar y no sólo nombrar la diferencia sexual, saliendo del imaginario de un sujeto abstracto, desencarnado, para restituir realidad a un mundo habitado por dos sexos, provocó también en los cursos 150 horas de las mujeres, como en otros muchos contextos, un corte material y simbólico en el orden sociocultural aparentemente neutro. Se había quebrado por fin la escenificación masculina de la falsa democracia universalista, nacida del moderno contrato social y de la ocultación de su raíz, el contrato sexual (Pateman, 1988), con el cual los hombres se repartían el control de las mujeres, de sus cuerpos, de su sexualidad, asignándolas a la esfera “inferior”, la privada. Y con la salida de la «gran escena creada por la fe en la modernidad y en sus promesas» (Muraro, 2013: 69), la escena dejo de existir. Era ya el principio del otro-lugar y del otra-manera, fruto de la independencia simbólica respecto a los hombres: no de un gesto contra ellos, sino contra la identificación masculina con el poder y su idea de la emancipación femenina. O sea, contra la obligación, interiorizada por muchas mujeres, de homologarse a los modelos y a las metas pensadas por los hombres para poder ser seres humanos a todos los efectos y tener ciudadanía plena. Y se creó el espacio para corresponder a nuestra aspiración humana femenina de existencia simbólica, a la necesidad de estar ahí para sí y para/con los otros, siendo fieles a nuestra experiencia y al amor del mundo, del cual por fin era posible tomarse la responsabilidad a partir de nosotras como sujetos de conocimiento y acción. De ello obtuvimos una enseñanza indispensable para todos: la necesidad de tener un lugar otro que da medida, para poder mantenerse en vilo entre realidad e irrealidad, sin dejarse tragar por esta última, ver el poder como realmente es, sin agrandarlo en nuestra mente, sino más bien desplazando su (presunta) grandeza hacia un desiderio nuestro, para así hacerlo irrenunciable.

Una vez esquivado el cuerpo a cuerpo de la continua confrontación crítica con los hombres y su cultura, nos colocamos en otro plano respecto a la dialéctica opresor/oprimido y al histórico dilema dentro o fuera del poder, como también respecto al esquema liberación-libertad. «La opresión ha abandonado a las mujeres en la medida en que las mujeres han abandonado la opresión como horizonte de representación de sí » (Piano, 2006: 246). El resultado es que hoy cada vez menos una mujer se vive como víctima, incluso cuando objetivamente lo es: se vive más bien como un sujeto de deseo, que hay que hacer valer en el mundo (Touraine, 2006). Hemos atesorado el pensamiento de Carla Lonzi, que a principios de los años setenta del siglo pasado, reconociendo la asimetría [6] de los sexos y la imposibilidad de una relación dialéctica entre ellos, escribió: «La mujer no se halla en una relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que viene aclarando no implican una antítesis, sino un moverse en otro plano» (Lonzi, 1974: 32). Desde esta perspectiva la posición de la mujeres no implica la oposición al poder masculino o la participación en él. Por el contrario, cuestiona el concepto mismo de poder como interpretante único del vínculo social (Diotima, 2009), operando así una ruptura radical en la continuidad posmoderna del pensamiento masculino y de las instituciones de convivencia que en él se inspiran, incluida la escuela, y abre otras vías para afrontar los estancamientos que hoy en día paralizan el mundo, a la luz de un principio de orientación no ingenuo, experimentado, y válido para todos: el máximo de autoridad con el mínimo de poder. Todo ello, sabiendo que la frontera entre autoridad y poder es frágil y que hay que volver a conquistarla una y otra vez, pero también que las revoluciones simbólicas están al alcance de cualquiera, mujer u hombre. ¿Será esta la dirección hacia esa “reinvención del poder” en la que pensaba Freire (2003: 99) como un sueño posible?

“Los experimentos no se trasplantan, sino que se reinventan”

(Paulo Freire)

El experimento de las 150 horas no se repitió nunca más, pero de él y del ponerse en juego políticamente muchas profesoras se obtuvo inspiración y fuerza para otras invenciones. Ante todo las prácticas en escuelas y universidades fueron redefinidas, algunas radicalmente, poniendo en el centro no los programas que había que seguir, las normas, las jerarquías, la burocracia, el poder y el control, sino más bien el sentido relacional del aprender-enseñar. Un sentido relacional que hace de la relación educativa esencialmente humana, una relación viva e imprevisible, que es necesario renovar cada día, y que interroga no tanto y sólo los saberes, cuanto la calidad de nuestra relación con los saberes, con la conciencia de que en el enseñar lo saberes están siempre filtrados por la subjetividad de quien enseña (y de quien aprende). Y por lo tanto, en realidad, lo que entra y actúa en el intercambio, más allá y quizá más que los contenidos, es la calidad de nuestra relación con los saberes: una relación que puede ser de sometimiento, de aceptación rutinaria, de desconfianza, o de libertad, de pasión exigente, de creatividad, una relación que puede bloquear o, por el contrario, estimular el deseo y la pasión de quien está ahí para aprender y para enseñar. Y también los saberes se transforman, cobran vida, se “indisciplinan” en la relación viva y, entrelazándose con los saberes de la experiencia nuestros y de las/de los estudiantes, se convierten en algo nuevo, entran en un proceso compartido de investigación, generan desplazamientos mentales, nuevos conocimientos, nuevas epistemologías.

Con el movimiento de autorreforma de la escuela y de la universidad (Lelario, Cosentino, Armellini, 2010) interrumpimos la inclinación, difundida en los tiempos de crisis de estas instituciones, a la adecuación pasiva o, contrariamente, a la oposición y a la crítica continua. Abrimos desde el interior del presente un presente otro, vivo y no repetitivo, generador de transformaciones, haciendo palanca en lo bueno que ya existe, mostrándolo públicamente, sin negar lo que no funciona y aceptando las pérdidas y los conflictos para transformarlos de la mejor manera posible. Y apostamos por las modificaciones que pueden ya ocurrir desde dentro y desde abajo sin esperar grandes reformas desde arriba, más destructivas que constructivas; por el deseo subjetivo que inspira una política en primera persona sostenida por relaciones de confianza y de autoridad, generadora de libertad y de medida; por la competencia de decir, juzgar, decidir, reconocida a quien la escuela la vive cada día y la conoce desde dentro (profesores y profesoras, estudiantes, padres y madres, comunidad local) y no delegada a burócratas o a los expertos externos. En otras palabras, apostamos por la necesidad y por el deseo de dar un alma y nueva vida a la escuela y a la universidad, mortificadas como bienes públicos en nombre de la lógica del mercado, y sofocadas bajo el peso de un creciente número de normas, reglas dadas a priori y desde fuera, de modelizaciones homologantes que apagan la vitalidad de las diferencias.

Pero la orientación alrededor de la que se han construido en muchos lugares nuevas iniciativas, involucrando además territorios y ciudades, sigue siendo la ganancia irrenunciable de la diferencia sexual como diferencia humana primaria, a la luz de la cual el resto de las diversidades (de edad, etnia, cultura, etc., hasta la unicidad singular) cobran sentido: un significante universal constantemente en juego en la confrontación cotidiana con los pequeños y grandes significados de la existencia personal y social y, por ello, fundamento de la vida en común, de la idea de sí, de los otros, del mundo.

La calidad de las relaciones entre hombres y mujeres, desde las relaciones íntimas a las públicas, es, de hecho, elemento constitutivo de la calidad de una sociedad. Consecuentemente es al mismo tiempo una cuestión política, social y cultural. Y una cuestión pedagógica, durante demasiado tiempo desatendida, que hoy en día se afronta superficialmente con programas europeos y nacionales de empowerment de las mujeres en diferentes ámbitos, según el esquema interpretativo aparentemente imperecedero della discriminación/debilidad femenina; o con la introducción en las escuelas y en otros contextos (p.ej. escuelas para padres, formación de los profesores y educadores, etc.) de proyectos de educación de género, antisexista, paritaria, de lucha contra los estereotipos, etc., que se suman a la estructura formativa existente, pero no tienen la fuerza de modificarla de raíz modificando el paradigma todavía en gran parte monosexuado de los saberes y de las formas de enseñanza-aprendizaje en el que se sostiene. Un paradigma hoy neoliberal, que asimila a su racionalidad (Dardot, Laval, 2009) las diferencias y las desigualdades que produce e incentiva, neutralizando su carga subversiva. Son proyectos que responden más a la lógica actualmente imperante de la inclusión paritaria y de la “corrección política” (pensemos además en las posiciones respecto a las llamadas minorías sexuales) que a una necesidad interna subjetiva de los/las participantes. Y no prevén el pasaje necesario del partir de sí (que es un pensar y un actuar no sobre la base de representaciones dadas, sino de una relación vivida personalmente con lo que está en cuestión), de partir de la propria implicación en la realidad para dejarse transformar e ir más allá, poniendo en juego la subjetividad sin fijarla en una identidad, para encontrar y hacer existir las diferencias, hacerlas hablantes y capaces de modificación, en lugar de anularlas en el paradigma universalista de la emancipación y de los derechos.

El patriarcado ha sido durante largo tiempo el sistema organizador del lenguaje y de las relaciones sociales. Pero el llamado post-patriarcado sigue considerando a las mujeres no como la otra mitad de la humanidad, sino como una categoría objetivante (el género), como si las mujeres fueran todas iguales, o como un grupo social débil que es necesario tutelar, emancipar e incluir en el orden existente, al igual que otras minorías y en nombre del progreso democrático. Un progreso que, mientras tanto, está sofocando las condiciones mismas de la vida sobre la tierra (Gimbutas, 2012, Shiva, 2002) porque sigue dependiendo de una visión conquistadora del mundo, de matriz masculina.

El feminismo no es un movimiento social, sino político (y planetario), muy articulado por dentro y en continuo cambio, imprevisible. Un movimiento de ir tejiendo relaciones transformativas, que se construye no a pesar de, sino en virtud de sus diferencias y multiplicidades constitutivas y de los conflictos que sabe sostener en su interior sin destruir ni destruirse. Existe en la medida en que una mujer escucha la necesidad de sintonía entre su mundo interior y el mundo exterior en una situación contingente, y responde a la misma con invenciones, también pequeñas – lo poco que depende de mí, lo llamaba Teresa de Ávila – que entrelazan estrechamente el cambio de sí y el cambio de la realidad de la que se es parte, interpelan y estimulan el deseo de otras y otros y crean un desequilibrio, en el que se es llamado a estar con una apertura confiada pero sin garantías: sin conocer de antemano el camino, que se escribe paso a paso, midiendo su eficacia y su sentido.

El feminismo de la diferencia trata de esquivar los dogmas neoliberales (mercado, derechos, paridad obligatoria, libertad individualista), y vive del deseo subjetivo de mujeres de encontrar puentes para traer al mundo algo irrenunciable para sí y para las demás, los demás, desde una posición simbólica que hemos llamado “realismo extremo y pensar en grande” (Diotima, 1996). Es una actuar de subjetividades en movimiento en el que cada una toma, en el intercambio con las otras, la fuerza de la independencia simbólica y el coraje necesario para salir de los roles y de las indentidades sociales, con el fin de transformar sus propios lugares, haciéndose mediación viviente del cambio: la fuerza de una libertad que subvierte la política y el simbólico corrientes, que alienan de sí y de la vida y alejan de la justicia; los deshace para rehacerlos, traza ya en el presente el perfil de una nueva civilización.

La estrecha relación entre experiencia, palabra y transformación, ha puesto de manifiesto la centralidad de la palabra como mediadora entre interioridad y mundo, entre subjetividad y contexto, pero además entre sí y sí, por las contradicciones y las alteridades que nos atraviesan. Por ello, el trabajo relacional de las y sobre las palabras, trabajo de lo simbólico, ha sido fundamental y sigue siéndolo.

Un ejemplo. En estas últimas décadas hemos trabajado en la libre re-lectura de la palabra antigua y cotidiana “madre”, un significante cargado de inscrustaciones históricas y de imaginario, que giran alrededor del doble icono patriarcal de la madre: el oscuro, amenazador y omnipotente, y el completamente luminoso, sin sombras, sacrificial y nutritivo. Tras darle la vuelta al signo y al sentido, este nombre se ha convertido para nosotras, y no sólo para nosotras, en un punto de enganche para un sucederse de descubrimientos y de apuestas aún hoy abiertas. Tras risignificarlo a luz de la experiencia y del pensamento femeninos, hemos traído al intercambio social este nombre, madre, para decir aquella que nos ha dado la vida y enseñado a hablar, las dos cosas no separadas, en un diálogo entre subjetividades deseantes mediado por la lengua materna, lengua relacional y afectiva que nos ha iniciado al mundo y a sus secretos y que permanece como una huella también en la búsqueda adulta de palabras cercanas a la verdad de la vida. Es, además, el nombre de aquella que ha autorizado, dentro de una relación de confianza, de disparidad no jerárquica, de autoridad reconocida (no de poder), nuestro deseo de venir al mundo en cuerpo, afectos y palabra, y de participar en él, renovándolo. La relación materna es el lugar y el tiempo de la intersubjetividad originaria, y la matriz de la subjetividad. Ahí, transformando dependencia aceptada en independencia, en un juego al alza cada vez más a favor de esta última, tuvo origen nuestra personal competencia simbólica en la exploración del mundo y en relación con un círculo cada más amplio de interlocutores, que será la base de los sucesivos aprendizajes. Y en una vida reducida y mortificada en sentido mercantilista e individualista, hacer revivir libremente el saber de la relación materna puede darnos medida: la madre, de hecho, nos ha enseñado a hablar excluyendo por principio la reducción del lenguaje a mercancía, nos ha introducido en la vida, no para reducirnos a cosas, a mercancía, sino, por el contrario, para llamarnos a la esperanza y a la libertad. Una libertad relacional, que se conquista y reconquista en cada situación con el reconocimiento de lo que debemos a otras, a otros, y con la libre aceptación de los límites y de las dependencias de las que estamos entretejidos, haciendo de ello una palanca para ir más allá. Una libertad como apertura al riesgo y asunción de responsabilidad y no como un derecho o ausencia de impedimentos.

Quienes han ejercitado la fuerza de la autoridad materna así entendida, su valor político y simbólico ante el mundo entero, son las Madres de Plaza de Mayo. Al principio, un pequeño grupo de mujeres comunes y sin poder, sencillas amas de casa, que hicieron del dolor por la desaparición de sus hijos su propia metamorfosis, lucharon y ganaron por la verdad contra las dictaduras en Argentina, volviéndose inaferrables por el enemigo gracias a continuos desplazamientos simbólicos. Las “locas” – así las llamaban, mientras el país se hundía en la ficción y en las complicidades internas e internacionales – fueron inventoras de prácticas capaces de operar un vuelco de la realidad, teniendo en jaque el orden violento del poder; de continuar todavía y siempre siendo madres y maestras de un orden de la vida que pide fidelidad a sí, fuerza de las relaciones y tenacidad del amor. Al declararse «madres de todos los desaparecidos, embarazadas nuevamente de sus hijos y de su lucha» y al hacer de la maternidad una invención política subversiva, generadora de libertad y de justicia, que se extiende a círculos cada vez más amplios (han inventado el juicio popular en la plaza para condenar a los asesinos y a los torturadores de sus hijos, pero siguen haciéndolo por cualquier forma de injusticia), han mostrado al mundo un modo diferente de concebir y practicar la política. Un caminar sin descanso, como es la apertura de un nuevo inicio, que a lo largo del tiempo se va alimentado de sabiduría compartida porque no separa lo que pasa en el mundo de lo pasa dentro de una misma/uno mismo, los grandes acontecimientos de las cosas sencillas de la vida cotidiana, la cocina de la plaza en la que se encuentran cada jueves desde hace 40 años. Y para mantener viva la memoria y el compromiso de los hijos e hijas han “parido” (es un expresión suya que señala la lengua materna como práctica política), además de otras invenciones sociales y culturales, una libre Universidad Popular en Buenos Aires. Es su legado, el cual se ha convertido en punto de referencia para la construcción colectiva de conocimiento y de libertad, que vuelve a lanzar de manera original la educación como práctica política participativa y transformativa, como esperienza de libertad en sentido freiriano.

Se trata por lo tanto de reconocer la autoridad femenina ahí donde se presenta y sustraer la palabra autoridad a la semántica acostumbrada, volviéndola a ganar en sentido positivo como energía que actúa sin los medios del poder y del dominio, a la luz de la primera autoridad, la que se experimenta en la relación materna.

Hoy sabemos por experiencia vivida que la palanca simbólica de la autoridad es necesaria para que la convivencia humana salga de la repetición mortífera, se sustraiga a poderes ingobernables, y para que el educar desarrolle su potencia en estado naciente, respondiendo a la promesa del nacimiento. Se trata de un saber ganado prácticamente y tiene que ver con la fuerza simbólica de una autoridad que ya no se identifica con el poder ni con las autoridades tradicionales, las cuales a estas alturas han perdido todo crédito. Lo que está en juego por tanto es un conflicto simbólico sobre el sentido de la convivencia humana y de la educación, sobre el significado de la condición humana en su intercambio con el mundo, que nos transciende, que no está hecho sólo para ser usado por nosotros, para disponer de él. Conflicto, hay que decirlo, que ya han abierto conscientemente en la práctica y en la teoría en las últimas décadas las mujeres (y algunos hombres) que se reconocen en el pensamiento de la diferencia, a favor del “máximo de autoridad con el mínimo de poder” como principio orientador de nuestras vidas y del devenir del mundo. Conscientes de la diferencia (pero también de la posible confusión) entre autoridad y poder, así como de la fuerza objetiva y subjetiva de este último, el cual no se puede eliminar fantasmáticamente y con el que por tanto es necesario ajustar cuentas continuamente, hemos apostado por un sentido libre de la autoridad en sus raíces femeninas (Diotima 1995), que es necesario hacer valer en todos los ámbitos de la vida. Incluida la educación, demasiado a menudo mortificada por la histórica alianza, de cuño masculino, con el poder, también cuando habla el lenguaje de los derechos, de la democracia, del progreso técnico-científico. Una vez sustraída la autoridad a las derivas de sentido que la han identificado y la identifican con la coerción, limitación de la libertad y, en definitiva, con el poder, pero también vuelta a ganar en nuestro presente histórico después de su progresivo eclipsarse en el mundo moderno, la autoridad puede presentarse con su rostro auténtico y fiel a su etimología (auctoritas deriva de augere) como mediación de la libertad, puente para el acrecentamiento del ser y del poder ser hacia otro orden de relaciones, que vaya más allá de las relaciones de fuerza, sin por ello ignorar su presencia. Como reconoció Freire, «La autoridad es necesaria para mi libertad y la de mis estudiantes […] Lo que es perjudicial, lo que es innecesario, es el autoritarismo pero no la autoridad» (Horton, Freire, 1990: 181).

A diferencia del poder, que se apoya en dispositivos impersonales, pero recurre a individuos o grupos concretos que lo detentan o lo ejercitan en nombre de funciones y roles adquiridos y tienden a la autosuficiencia solitaria, la autoridad es un evento-proceso relacional, frágil pero potente; existe y vive en tanto en cuanto alguien reconoce a otra/o un más, dentro de una estructura de disparidad no jerárquica y reconocida, que también puede ser móvil. La práctica de la autoridad va más allá de los procedimientos organizativos que administran lo real estandarizándolo y tratando de sustraerlo a los riesgos y a los imprevistos; va más allá también de los roles istitucionales, sin olvidarlos o negarlos. Pongo un ejemplo: a veces me sucede reconocer públicamente a alguna/algún estudiante su más, una inteligencia interpretativa de algún problema o tema superior a la mía, de la que yo también aprendo; en virtud de esta disparidad reconocida la/lo autorizo a compartir con sus compañeros y conmigo sus conocimientos, intuiciones o descubrimientos, y en ocasiones a mantener el hilo del diálogo común en la búsqueda de lo que nos interesa.

La autoridad es por tanto un evento simbólico: sucede cuando alguien reconoce autoridad a otro, no se puede imponer, no tenemos autoridad si alguien no nos la reconoce, y, aún teniéndola, podemos perderla en cualquier momento. A diferencia del poder, que puede saltarse el consenso u obtenerlo con el engaño y utiliza diferentes tipos de medios, representación, leyes, normas, procedimientos, dinero, burocracia, reduciendo las relaciones humanas a instrumentos para poder durar, la autoridad no necesita nada de eso para poder estar ahí. Su potencia radica en la capacidad de orientar las relaciones humanas y las circunstancias hacia un resultado benéfico: una capacidad encarnada en quien sabe ofrecer palabras justas y gestos que dan sentido vital y medida a los acontecimientos (incluso cuando no salen las cuentas) exponiéndose y asumiéndose personalmente el riesgo y la responsabilidad del juicio, no para defender intereses propios sino para crear posibilidades compartidas, poner en circulación fecunda necesidades y deseos, límites y potencialidades, descubrir y multiplicar recursos inesperados. En un intercambio vivo y dispar en el cual una/uno se expone personalmente, arriesgándose, y al mismo tiempo guiadas/os por una orientación de verdad y de confianza, se abre una dimensión de verticalidad y de transcendencia en las relaciones educativas, que consiente ir más allá de las posiciones fijas marcadas por los códigos dados, autorizar deseos y capacidades, abrir a nuevos sentidos la realidad de los contextos, tanto la escuela como la familia, y dondequiera que se esté dando un intercambio significativo entre seres humanos. Entonces la autoridad, dando vida a prácticas libres y al mismo tiempo rigurosas, precisas, que toman medida de las situaciones, circula también en su lado impersonal, marcando el clima de un contexto, de un conjunto de relaciones, y liberándose como referencia del sentido y como medida del actuar común. No es difícil captar este desplazamiento del poder a la autoridad en un aula universitaria, en una escuela, en una situación informal, dondequiera que se dé prioridad a la búsqueda de la calidad de las relaciones y de lo que se pone en común, al reconocimiento de los sujetos como portadores de capacidades y de historias singulares, y dondequiera que circule confianza, crédito, valor. Esta es la eficacia de la autoridad simbólica, frágil pero eficaz: hacerse y hacer independientes del poder y saber ver y tratar lo real desde una posición libre, orientada a sacar de éste lo mejor posible y a ampliar su horizonte.

Esta concepción de autoridad, y por lo tanto de política y de educación, si asumida por mujeres y hombres, podría conducir a un cambio decisivo.

La conciencia heredada de Paulo Freire de que los oprimidos, al liberarse, liberan también a los opresores por la sencilla razón de que les impiden seguir oprimiendo, me hace reconocer como ganancia de la revolución femenina una libertad masculina incipiente, y la fatiga pero también el hilo de felicidad que la acompañan. Pienso en lo cambios en la llamada esfera privada (nuevos modos de ser padres, por ejemplo), si bien todavía mucho queda por hacer en la esfera pública; y en general pienso en la búsqueda, por parte de algunos, de una libre significación de sí y del mundo a partir de sí, de la diferente experiencia de ser hombres, fuera de la identificación con el poder (o con el contrapoder), de la pretensión de hablar y actuar en nombre de todos, de la tendencia a la abstracción objetivante.

Quien, como Giacomo Mambriani (2013), praticando la política de los simbólico y de las relaciones de autoridad con mujeres del feminismo de la diferencia, está recorriendo el no siempre fácil camino de una auténtica relación de diferencia con su compañera en las relaciones cotidianas e íntimas, sabe llevar miradas y prácticas diferentes incluso a su trabajo público de educador. El encuentro o el fallido encuentro entre mujeres y hombres es de hecho al mismo tiempo de pareja y de civilización. Giacomo, un hombre joven, cambia las prácticas y lo simbólico de la relación educativa, en su caso con preadolescentes “difíciles”, con el movimiento fecundo del partir de sí: con la conciencia de que para ponerse en juego en cuerpo y alma, como es necesario, hay que trabajar sobre uno mismo antes que con ellos. Acoger, en el meollo de la experiencia y sin barreras egodefensivas, las emociones negativas (la rabia), sabiéndolas renombrar y usar en positivo (energía vital) de manera que no se transformen en violencia; liberar el propio cuerpo aceptando el contacto físico de juego, de ternura, de escucha con otros cuerpos masculinos, sin caer en la trampa homofóbica de la virilidad tradicional: son prácticas, éstas, descubiertas y compartidas con los más jóvenes, que le consienten dar un nuevo orden de sentido a su hacer educativo. Y de intensificar su presencia alrededor de nuevos puntos de orientación, lejanos de la abstracción de los saberes expertos y de las normas corrientes y cercanos a la sustancia de la vida: la fuerza unida a la dulzura, el error como apertura a la oportunidad, la responsabilidad conjugada con la autoridad y no con el control y el poder. Y gracias a una transformación masculina experimentada en primera persona como posible, apuesta por un deseo y una esperanza grandes:

espero que en el futuro seamos capaces de acompañar a los jóvenes hombres a descubrir en libertad sus propios deseos auténticos, cumpliendo espontáneamente su aprendizaje al conflicto y al cuidado. De esta manera, tal vez, puedan expresar una fuerza diferente de la que proponen/imponen los modelos tradicionales de masculinidad. Una fuerza capaz de sostener la vida y no de destruirla, de defender las ideas sin desencadenar guerras, de soportar el fracaso de un rechazo o el dolor de una separación sin recurrir a la violencia. Una fuerza masculina que, por fin, esté a disposición del amor y de las generaciones venideras.


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[1] www.diotimafilosofe.it

[2] Estos son los objetivos generales de los programas de estudio, en los que además resuenan temas freirianos: “refuerzo del control colectivo sobre las condiciones de trabajo y sobre el proceso productivo, recuperación de la exclusión escolar sin adecuarse a lo existente, puesta en discusión de la función social de la escuela y de su neutralidad; identificación del papel del intelectual respecto a las clases obreras y subalternas”.

[3] Como ejemplo de contradicción de sexo Freire refiere el caso de hombres que luchan contra la opresión y mientras tanto oprimen a sus mujeres, impidiéndoles que aprendan a leer.

[4] Escribe Chiara Zamboni (2009: 166): «Son las relaciones recíprocas en presencia las que son realmente modificadoras, nosotras lo sabemos por nuestra experiencia. Cierto es que se pueden leer libros y artículos que hablen del pensamiento femenino, pero se advierte que se convierten en una verdadera medida para el pensamiento político cuando se conocen personalmente mujeres que hacen de su propia subjetividad en relación con otras un camino de vida política. Es entonces cuando esos textos, de ser una contribución cultural se transforman en orientaciones para una acción viviente.»

[5] Doy las gracias a Peter Mayo y Paolo Vittoria (2017: 44) por haber(me) recordado este pasaje.

[6] No me resulta posible desarrollar aquí el tema de la asimetría entre los sexos. Remito a una afirmación de Milagros Rivera (2005: 11): «los hombres son, para mí, el otro sexo, no el sexo opuesto. En otras palabras, el hecho de ser mujer y hombre no es una antinomia del pensamiento sino una invitación a la curiosidad, a la mediación y a la práctica de la alteridad». Me limito a recordar una asimetría histórica: en la historia individual de todas y todos el origen es una mujer, la madre; y en la historia colectiva las mujeres, con el feminismo, han sido las primeras en traer al mundo la categoría política (y pedagógica) de la parcialidad, que hoy se está convirtiendo en un elemento valioso en un mundo multiétnico-multicultural, y en una orientación útil también para los hombres, algunos de los cuales empiezan a hablar-actuar a partir de sí, de su propia parcialidad masculina, en una relación de alteridad con mujeres, con ganancias en términos de civilización visibles. Más adelante daré un ejemplo que conozco de cerca.


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