ES
- Xavier Besalú, Universitat de Girona • Antonia Darder
- n. 30 • 2021 • Instituto Paulo Freire de España
- Visto: 2819
¿Pedagogizar la vida cotidiana?
Pedagogía y cultura han ido siempre de la mano. En realidad, hasta el siglo XX, los pensadores por antonomasia de la educación como una práctica social indisociable de la condición humana han estado siempre entre los grandes de la filosofía, entre los clásicos del pensamiento. Estamos hablando de Diótima de Mantinea, de Platón, de Hipatia de Alejandría, de Ramón Llull, de Montaigne, de Comenius, de Locke, de Kant, de Tolstoi, de Durkheim… Estamos hablando de una tradición pedagógica europea que ejemplifica a la perfección Kant al afirmar que “el hombre solo puede llegar a ser hombre a través de la educación”; o que “detrás de la educación se esconde el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana” … Una tradición que establece un vínculo permanente con la ética, tan bien explicitada en el imperativo categórico kantiano: “Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, nunca simplemente como un medio”. Un humanismo que se mantuvo sin rupturas significativas hasta la década de los sesenta del siglo pasado. No es porque sí que algunos han afirmado repetidamente que la pedagogía y la educación universal son hijas predilectas de la Ilustración, de su aspiración al perfeccionamiento y al progreso, de la voluntad de regeneración de las personas y de las sociedades, de la confianza en la razón y en la libertad, de la entronización del mérito, el esfuerzo y la responsabilidad personales en detrimento de la herencia o de la sangre… Pero también con sus zonas oscuras. Un metarelato de salvación, que desgraciadamente no supo esquivar la utilización desacomplejada y perversa por parte de los distintos totalitarismos del siglo XX, que pusieron a la ciencia –también a la pedagogía- al servicio de la formación del “hombre nuevo”, y de una sociedad pretendidamente armónica y sin conflictos… De ahí viene también el descrédito, el desconcierto y la crisis que el saber pedagógico vivió después de la II Guerra Mundial.
Las revoluciones que asociamos al mayo del 68 impactaron en todos los ámbitos de la cultura y de la vida, también en la pedagogía y en la educación. Lyotard, al dar carta de naturaleza a la condición postmoderna, entonó una especie de responso para todas las narrativas de salvación, tanto las políticas como las religiosas y, entre ellas, por supuesto, la vieja tradición pedagógica vinculada a la filosofía política y moral. Una de las secuelas de dicha muerte será el comienzo de un proceso progresivo de pedagogización de la vida cotidiana y de la sociedad. Otra de ellas será el deslizamiento acelerado hacia una nueva filiación tecnológica y utilitarista que a menudo acabará convirtiendo a la pedagogía en una especie de ingeniería y a la educación en una aplicación estricta de diseños de laboratorio. Dos procesos que, de alguna forma, se retroalimentan…
En cualquier caso, para Iván Illich, estas secuelas en realidad habían sido alimentadas por la propia modernidad, de manera que, más que de una ruptura con la tradición anterior, estas derivadas no serían sino una sublimación descarnada de unas corrientes de fondo que ahora eclosionarían sin trabas. Reinterpretando las palabras de Kant, Illich nos muestra como la modernidad había ido convirtiendo la educación en una especie de religión mundial, con sus dogmas, sus rituales, sus sacerdotes, sus iglesias, sus normas, sus premios y sus castigos. Una fe y una forma de vivir que tenían por dioses el progreso y la felicidad personal, la integración plena en la vida profesional y relacional, y la armonía social. Explica también como la tendencia a la racionalización y burocratización de la vida y de la ciencia eran ya un elemento consustancial a la modernidad, que acabó entronizando como hegemónica la visión positivista, cuantificable y medible del mundo y de las cosas en todos los ámbitos y que, para esos objetivos –la pedagogización de la vida cotidiana-, la ciencia pedagógica podría resultar especialmente útil.
¿De qué estamos hablando cuando nos referimos a la pedagogización de la vida cotidiana?
Zufiaurre y Alonso, en el artículo que firman para esta revista, “Abrir nuevos debates educativos: ¿Para cambiar o para negar el cambio?”, afirman que se trata de un territorio pantanoso que se caracteriza por extender la lógica y las formas propias del mundo escolar, algunos comportamientos y prácticas, determinados conocimientos y estrategias, “a otras esferas de la vida y a determinados espacios laborales… fuera del sistema escolar”. Para Jon Igelmo, en “Desescolarizar la vida” (2016), la pedagogización de la vida remite a la pretensión de “querer resolver los problemas sociales, económicos, políticos, psicológicos…” aplicando esquemas y estrategias pedagógicas, de forma que los ciudadanos y las ciudadanas, niños y adultos, acaben siendo tratados y percibidos como alumnos, en una relación jerarquizada. Para Biesta, en “El bello riesgo de educar” (2017), se trataría de mitigar tanto como fuera posible el riesgo que supone siempre el hecho de educar –dentro y fuera de la escuela- para que tanto la educación como la vida llegasen a ser previsibles y controlables y los resultados programados de manera anticipada pudieran lograrse de manera efectiva y observable… A fin de cuentas, pues, pedagogizar la vida cotidiana quiere decir trasladar a la vida y para todos la gramática que a lo largo de los siglos ha configurado lo que es la escuela y la escolarización, desde la perspectiva que parte de una relación asimétrica entre unos docentes, que dominan los conocimientos legítimos y que están investidos socialmente de autoridad, y unos alumnos que irán aprendiendo y que serán acompañados y evaluados permanentemente, hasta las formas de organización y gestión de los espacios y de los tiempos. Pedagogizar la vida cotidiana significa controlarla por parte de unos agentes externos, considerados expertos, tanto en la relativo a los objetivos y conductas requeridas como a los métodos, técnicas, materiales, estrategias y recursos a utilizar en el proceso; así se entiende que se hagan referencias explícitas a la programación de las acciones a desarrollar y a la medida, a ser posible cuantificada, de los resultados obtenidos, a la evaluación. Pedagogizar la vida cotidiana quiere decir, en definitiva, desviar la atención de la política, es decir, de las relaciones de poder, obviar las responsabilidades de los que lo ostentan, y prescindir de la participación, la crítica y la voluntad de la ciudadanía; o lo que es lo mismo, tomar a los ciudadanos y ciudadanas por menores de edad, por niños y niñas que necesitan ser tutelados, vigilados, diagnosticados, orientados, corregidos y castigados, si es necesario, en todo momento.
Desde unas premisas como éstas, toda la vida de las personas podría ser objeto de pedagogización. Por ejemplo, la vida y las relaciones en el seno del hogar. A menudo, docentes y tertulianos presentan la organización y el funcionamiento de las escuelas, donde supuestamente se trata a todos de forma igualitaria, donde también supuestamente solo cuentan el esfuerzo personal, las capacidades y los intereses propios, el mérito, donde los conflictos tienden a enfrentarse sin violencia explícita, donde los objetivos a alcanzar están claramente formulados y el ambiente es de control y medida permanentes, como los modelos que deberían seguir los padres que quieran que sus hijos lleguen a ser personas de provecho.
La vida personal, desde la alimentación al cuidado del cuerpo y del espíritu, es otro de los territorios propicios a la pedagogización. En este caso, las redes sociales y los medios de comunicación juegan un papel destacado, con montones de páginas que muestran como ser más feliz, como tener una vida más sana, como relacionarse con el más allá y con la naturaleza, como estar siempre predispuesto a la llamada de las pulsiones interiores y las emociones…
El ámbito del tiempo libre, al menos desde Baden-Powell, tiene muy clara su vertiente educativa. Y, si bien es cierto que la educación en el tiempo libre ha hechos aportaciones sumamente valiosas al campo escolar, con la llamada pedagogía del grupo y del proyecto, con la escuela activa, también es cierto que determinadas organizaciones infantiles y juveniles del tiempo libre han calcado la sintaxis escolar en aquello que tiene de más anacrónica y discutible.
En relación al mundo laboral, desde hace ya muchos años los teóricos de la reproducción y de la correspondencia nos advirtieron de cómo los parámetros escolares preparaban –sobre todo a través del currículo oculto- para el taller y la fábrica, para la dependencia y la sumisión, para el control permanente… En estos tiempos podríamos añadir que también la escuela prepara para la flexibilidad y la adaptabilidad extremas, para un mercado desregulado y competitivo, donde lo que cuenta no es ni la experiencia, ni el trabajo artesanal bien hecho, sino el saber aprovechar las oportunidades, avanzarse a los posibles competidores, e inventar continuamente novedades y “tuneos”…
Lo vemos constantemente en la política. ¿Cuántas veces no hemos escuchado en boca de dirigentes de todos los niveles, cuando quieren justificar determinadas decisiones ya tomadas o quieren resolver problemas en la dirección que a ellos les conviene, que lo que hace falta es “más pedagogía”? Como si se tratara de un mero sinónimo de propaganda, de seducción barata, de imposición suave… ¿Cuántas veces no hemos sido testigos de cómo se trata a los ciudadanos y a los electores como menores de edad, apelando a sus sentimientos más primarios, señalado culpables para desviar la atención de los problemas de fondo, ocultando información o presentándola de color rosa, o manipulándolos descaradamente siguiendo el mandato de analistas y encuestas?
Zufiaurre y Alonso se refieren a otra de las consecuencias de esta progresiva pedagogización de la vida: la devaluación de los sistemas educativos, inmersos en un contexto donde todo el mundo se ve capaz de opinar y de pontificar, donde todo lo que parece nuevo y atractivo, sin más, debería ser acogido y puesto en práctica si no se quiere aparecer como alguien anticuado y pasado de moda, donde la profesión de enseñar experimenta una desprofesionalización galopante.
Biesta, por su parte, nos alerta del impacto que esta pedagogización ha tenido en la educación permanente, en la educación de adultos. Empezando ya por el cambio conceptual, propiciado por la OCDE, de educación permanente a aprendizaje permanente, este último de carácter claramente economicista, dando a entender que la educación es fundamentalmente la construcción del capital humano necesario para la nueva economía globalizada y mercantilizada, como un proceso de adaptación de las personas a las demandas del mercado, y no como un derecho. Pero también en la naturalización de la idea de aprendizaje, como si se tratara de una necesidad y una obligación de las personas, de una responsabilidad estrictamente personal, que tendría como consecuencia que los que no aprenden o los que sencillamente no quieren aprender puedan ser considerados handicapados, asociales o directamente inservibles…
No; pedagogizar la vida cotidiana no parece ser una buena idea. Especialmente porque se asocia a una determinada manera de entender el saber pedagógico, en su versión tecnocientífica, orientada desde sus orígenes al control y a la gestión del medio. Llamada también “pedagogía por objetivos”, y renacida de alguna forma con la “pedagogía por competencias”, enfatiza la formulación de unos objetivos de conducta que los educandos deberían lograr a través de las actividades y recursos adecuados, y un control de calidad final que mediría, objetiva y rigurosamente, los resultados obtenidos. Afortunadamente, sin embargo, existen otras maneras de entender y practicar la pedagogía…