Cataluña, un proceso de emancipación
- JOSEP-MARIA TERRICABRAS
- n. 29 • 2020 • Instituto Paulo Freire de España
- Visto: 769
Cataluña, un proceso de emancipación
[Josep-Maria Terricabras, catedrático emérito de la Universitat de Girona]
Muchos Estados de la Unión Europea son pequeños. Cataluña pertenece al grupo de las naciones medianas. Tiene historia, lengua, cultura, arte, costumbres y tradiciones propias. Como dijo el historiador Pierre Vilar, “los Pirineos son refugio y corredor”. De ahí que Cataluña haya sido siempre una comunidad plural con gran capacidad de integración. Su proyecto social y político, con raíces profundas en su propia historia milenaria, ha sido siempre un proyecto de un futuro mejor para todos, un futuro de integración, bienestar, cultura, justicia y libertad.
El llamado “proceso catalán” es una experiencia colectiva de toma de consciencia, de autoafirmación y de participación democrática para toda la población. Tras la derrota militar del 1714 por la cuestión de la sucesión en el trono, las expresiones de catalanidad fueron reprimidas pero no pudieron ser suprimidas, de modo que, en la segunda mitad del siglo XIX hubo un renacimiento cultural y lingüístico en Cataluña, al que siguió el resurgimiento del catalanismo político, que dio su fruto con la creación de la II República Española y la aprobación de un Estatuto de Autonomía para Cataluña.
La terrible Guerra de España dio paso a una también sangrienta posguerra. Durante casi cuarenta años Franco instaló una firme y represiva estructura central española. Tras la muerte del dictador en 1975, la llamada “transición”, que no ha transitado a ninguna otra parte más que a perpetuarse, ha manifestado algunos giros inevitables hacia la democratización de ciertas estructuras, aunque no de todas. La creación constitucional de las Autonomías en España ha dulcificado en parte los aspectos más ásperos y más irritantes de la relación con el Estado central. Algunas de esas Autonomías tienen pocas dificultades con él, porque son como una elongación de su presencia. La creación de diecisiete autonomías fue casi una sorpresa para catorce de ellas, a las que hubiera bastado una simple cesión de gestión administrativa. La Constitución las creó (“nacionalidades y regiones”) para borrar las tres únicas entidades nacionales procedentes de la República (1931-1939): Cataluña, Euskalherria y Galicia. Fue el llamado “café para todos”, en el que Andalucía quiso tener inmediatamente un puesto al lado de las nacionalidades históricas.
Tras un brevísimo período inicial con ciertas garantías, el golpe de Estado de 1981 significó un retorno claro a la centralización. Son innumerables los traspasos de competencias previstos en los primeros Estatutos de Autonomía que, tras tantos años, aún no se han realizado. Son innumerables las interpretaciones restrictivas para Cataluña que el Tribunal Constitucional español ha ido promoviendo en casos conflictivos. Es realmente inaudito que a fines de octubre de 2017 se aceptara la aplicación para el Principado del artículo 155 de la Constitución, de dudosa constitucionalidad, puesto que jamás fue pensado en los términos aplicados ahora por los legisladores originarios. Así perdió sus atribuciones la Generalitat de Cataluña, recuperadas después, pero sólo en parte, puesto que la vigilancia extrema a que están sometidas la hacienda y el quehacer diario de su Gobierno, así como el diario quehacer de su Parlamento, convierten la Generalitat en un organismo claramente subalterno.
El hecho de que, ante el terrible y globalizador corona-virus, el Gobierno de España haya declarado el “Estado de Alarma” y lo haya interpretado de forma absolutamente centralista, vaciando de cualquier capacidad de decisión a las Comunidades Autónomas, y convirtiéndolo en la aplicación del artículo 155 a toda España, ya indica el grado de importancia constitucional que concede a las Autonomías. Porque hubiera podido ejercer su poder coordinando los poderes constitucionales existentes, no suplantándolos.
Es importante tener en cuenta que, a pesar de todo, a pesar de la férrea estructura central española, firmemente instalada con Franco y en ningún caso desmontada después de Franco, los catalanes han aumentado, paso a paso, sus ansias de autogestión, su autoconciencia como nación, su autoafirmación en la libertad. Lo que le falta a Cataluña es, precisamente, autosuficiencia. Mantener esa situación de insuficiencia y, si fuera posible, aumentarla, es el propósito del centralismo español, que proclama satisfecho que Cataluña es tierra propia de gran interés pero que cae -¿paradójicamente o ejemplarmente?- en una relación impropia con Cataluña, porque a la vez que la necesita, la trata de forma más o menos indiferente, como de semi-extranjería, como si un trato así pudiera ser un estímulo para el acercamiento y la aceptación de los catalanes.
Cuando el primero de octubre de 2017 se llevó a cabo el referéndum de independencia convocado por el gobierno catalán se produjo un estallido de acción colectiva emancipadora: no fue sólo un acto del gobierno, ni del Parlamento sólo, sino también de entidades, grupos, sectores y ciudadanos individuales que proclamaron su voluntad de manifestar su opinión y su decisión democrática más allá de cualquier restricción o de cualquier limitación legal. El “proceso” quedó inicialmente frustrado por la dureza y brutalidad de un Estado español que afirma, de forma expresa y literal, a través de sus gobiernos, de sus jueces, de sus fuerzas del orden, de sus banqueros y grandes empresarios, que la unidad de España es más importante, más fundamental y básica, que la convivencia y las ansias de democracia de sus propios ciudadanos, es decir, que la idea política, ideológica y coyuntural de la unidad es más importante que la voluntad de los ciudadanos de ejercer la democracia en libertad. Porque se trata de que los ciudadanos puedan decidir sobre esa unidad, sin que les sea impuesta, menos aún por la fuerza.
Aparece claro, pues, que los poderes efectivos del Estado están en contra de la voluntad catalana. Tampoco sabemos qué tanto por ciento de catalanes están a favor de la independencia, aunque en las elecciones desde el 2012 las fuerzas independentistas han ganado siempre en el Parlamento por mayoría absoluta. Eso parece indicar bastante, o mucho. Pero todo sería más transparente, incluso estaría en mayor acuerdo con las normas convencionales, si pudiésemos contar a través de los votos cuántos estamos en una posición u otra, para aceptar democráticamente el resultado. En este sentido se convocó un referéndum, no para proclamar directamente la independencia sino para saber si Cataluña estaba dispuesta a ponerse en condiciones para llevar a cabo, para concretar, la independencia. Algo que parece absolutamente democrático y razonable.
Coincido con mis amigos cuando, a pesar de la intervención brutal de la policía española, nos podemos referir con razón al resultado positivo que se obtuvo en el referéndum del 2017. Pero disiento de ellos cuando dicen que aquel día se “proclamó” la independencia, sin hacer la distinción que me parece extremadamente importante entre “declarar” y “proclamar”. Lo que hicimos aquel día, y de ahí su importancia, es que declaramos la independencia, es decir, declaramos nuestra voluntad política, nuestra resolución democrática, de llevarla a cabo. Puesto que lo hicimos por caminos pacíficos y democráticos, y no tras una contienda bélica, esa resolución declarada necesitaba algún tiempo para ser implementada, necesitaba preparación, asunción de competencias, empoderamiento popular e institucional. Al cabo quizás de meses o de un par de años es cuando la declaración se convierte en proclamación, que consiste en hacer visible que el país ya es independiente, reconocido y confirmado internacionalmente. En un acto solemne se recuerda la declaración y se celebra la proclamación.
En el proceso catalán hemos comprobado una vez más, como se pudo comprobar anteriormente en América Latina y en todas las antiguas colonias españolas, que el Estado hará todo lo posible, incluso lo indeseable, para que esa declaración no surta ningún efecto. Si lo vemos con perspectiva histórica, advertimos que Cataluña tendrá más dificultades en su empeño -a pesar de las muchas habidas y sufridas por otros- porque se trata de un territorio que no es lejano a la metrópoli sino que es, geofísicamente, un territorio y un mercado “interior”. De ahí que Cataluña pueda ser controlada más fácilmente: con políticos, jueces, policías y otros poderes afines al Estado, que no tienen que adoptar medidas ocasionales y extraordinarias, puesto que ya gestionan la situación desde el terreno. El Estado sólo tiene que asentar bien, reforzar bien y compensar adecuadamente sus poderes propios y afines, ya instalados en Cataluña.
De esos poderes centralistas y absorcionistas del Estado no se puede esperar, al cabo de más de quinientos años, que acepten fácilmente que uno de sus territorios pueda tener voz propia y quiera tomar decisiones por sí mismo. Menos aún cuando todavía sostienen ideas peregrinas -absolutamente contrarias a la historiografía seria- como que España estaba ya unificada con los Reyes Católicos o cuando siguen defendiendo -en voz más o menos alta- que “el descubrimiento” fue una empresa pacífica de beneficiosos efectos culturales y religiosos para América. Poco se puede esperar, pues, en flexibilidad y comprensión democrática, de unos poderes del Estado que se han comportado como el primero de octubre y se siguen comportando con ceguera pertinaz. Pienso en cambio que, particularmente a partir del momento álgido del primero de octubre de 2017, sí se podía esperar algo -aunque no fuera mucho- de otros actores que debían haber reaccionado defendiendo la voluntad popular y los valores democráticos: me refiero a los intelectuales y defensores de la izquierda en España, y a la Unión Europea.
Desde luego, es absolutamente clamoroso el silencio ensordecedor de muchos intelectuales, artistas, periodistas españoles (no todos, pero casi) que en otras ocasiones han protestado fuertemente contra posiciones más o menos fascistas, de derechas o de izquierdas, y que ahora se han mantenido al margen, como si la protesta catalana no fuera con ellos. Su posicionamiento hasta hace poco era bueno. Con su silencio parece que, o bien han ensordecido al ruido de las porras y los sables, o bien han decidido mantener puestos y pequeños privilegios. Porque la lucha es dura, implacable, y quien se mueve no sale en la foto, quien se sale del guión, no renueva contrato. Veo con satisfacción, y no lo voy a negar, que muchos de ellos siguen manifestándose por algunas causas nobles. Para entender que la causa catalana no merezca estar entre ellas, me digo que seguramente aceptan que la unidad de España es la más noble de todas las causas, que puede ser defendida por todos los medios y contra todos los valores, aunque sea contra los valores de la democracia y la libertad.
Me parece que algunos pasivos, que parece que podrían pero no quieren, todavía no han advertido que el proceso catalán ha ido moviéndose de un proceso por la autodeterminación propia a un proceso por la ruptura global, convirtiéndose así en un proceso al régimen español del 78, un régimen que nació de la dictadura y que ha intentado salvar de ella cuanto ha podido. Tras una dictadura, la única salida democrática era la ruptura que no se acometió. Al organizar una reforma («Ley para la Reforma Política») ya se indicaba que simplemente se quería reformar, es decir, dar otra forma al régimen anterior, sin derrumbarlo, sin romperlo de verdad. Está claro que fue así. Si no, ¿cómo se explica que el Jefe del Estado propuesto por Franco no fuera sometido a un referéndum, como se hizo, por ejemplo, en Grecia? ¿Cómo se explica que el poder legislativo y la policía no fueran transformados de arriba abajo, y que se pudiera seguir con el modelo antiguo, aunque en algún caso se le cambiara el nombre (por ejemplo, el «Tribunal de Orden Público» pasó a ser «Audiencia Nacional», con los mismos cometidos de excepcionalidad jurídica).
Es fundamental entender esto: el proceso catalán es el primer intento de poner en jaque una transición que no ha sido transitoria sino permanente y un régimen que ha terminado por aposentarse con el beneplácito internacional. Porque el proceso actual pone en cuestión la noción misma de democracia y de libertades que subsisten en España. Claro está que España es, nominalmente, una democracia, sencillamente porque usa las mismas palabras del diccionario que se usan en otros países del mundo. Pero con las mismas palabras pueden designarse realidades muy dispares. Franco también defendía el “Estado de derecho”, el Estado de su derecho, del derecho que él imponía. Y hablaba de “25 años de paz” al cumplirse 25 años de su dictadura cruel. Y ahora se quiere, por ejemplo, homologar la judicatura española a la alemana porque en ambos Estados existe un “Tribunal Constitucional”: ambos tribunales comparten desde luego el mismo nombre pero tienen diferencias fundamentales en la elección de sus miembros, en sus atribuciones, e independencia. El delito de “sedición”, por el que se ha condenado a políticos, líderes y activistas críticos, es una antigualla española inexistente en los sistemas judiciales europeos.
De ahí que haya que acabar con una transición mal hecha e inacabada, porque ya es hora que se acabe con ella cuarenta y cinco años tras la muerte del dictador. El proceso catalán no pretende, pues, simplemente reformar el Estado o hacer una copia de él. Pretende cambiarlo de raíz, de ahí que busque la independencia de una República, porque quiere simplemente otro Estado. A pesar de no haberlo conseguido hasta ahora, el esfuerzo que se ha hecho para llegar hasta aquí ha sido enorme. Hace unos años, muchos pensaron que la tarea era sólo de los catalanistas o de los burgueses, o de la coalición entre ambos. Está claro que el proceso ha exigido una gran fuerza política, social, moral, pedagógica, es decir, una gran fuerza de concurrencia y acuerdo públicos, pero ello también requiere un gran cambio mental entre la ciudadanía. Cientos de miles de ciudadanos que hasta hace pocos años vivían apartados del proceso o incluso eran contrarios a él, se han confabulado para llevarlo a cabo.
La negligencia y necedad de muchos dirigentes españoles que veían en el proceso un tímido movimiento de catalanes pactistas que no irían muy lejos y al final se rendirían, ha dado paso a un tsunami democrático de gran envergadura, que abraza, de forma transversal, a jóvenes y mayores, a nativos y recién llegados, a personas hablantes de muy distintas lenguas. Hace unos veinte años, el eslogan oficial era “Somos 6 millones”. El actual es “Somos 7,5 millones”. Eso significa que en sólo veinte años Cataluña ha aumentado su población una cuarta parte, gracias a personas llegadas de muchas partes del mundo, particularmente del Este, de África, de América Latina. El hecho mismo de haber podido llevar a cabo ese cambio demográfico con menos dificultades de las que podían ser esperadas y también con muchos menos recursos de los que serían exigibles al Estado y de los que serían reales si Cataluña dispusiera de un Estado propio, ese mismo hecho es un argumento de una importancia extraordinaria no sólo en favor de la ruptura democrática sino que también habla en favor de la capacidad del país para llevarla a cabo.
Si ha sido clamoroso hasta ahora el silencio de la mayoría de intelectuales, académicos y artistas españoles ante los hechos ocurridos en Cataluña y en el proceso desatado contra sus líderes, hay que reconocer que también es clamoroso el silencio de la Unión Europea. Se esperaba mucho más de ella, muy particularmente a partir del referéndum del primero de octubre, pero seguramente ahí radicó uno de los errores básicos de aquel movimiento. Fue un error de ingenuidad por parte catalana. Que el día del referéndum la policía y la guardia civil españolas reaccionasen tan brutalmente como lo hicieron contra ciudadanos catalanes que iban a votar, es cierto que asustó terriblemente a los líderes europeos, puesto que aquellas imágenes fueron recogidas y mostradas en las televisiones y los medios de todo el mundo. Alguno de los líderes europeos expresó su sorpresa y contrariedad. Parece que fue precisamente alguna intermediación europea, preocupada y asustada, la que ayudó a frenar, a partir del mediodía de aquel domingo, la brutalidad incontrolada de la policía. Un comportamiento propio de la dictadura anterior (¡42 años anterior, en aquel momento!) resultó horrible e inaceptable, pero mediáticamente duró unas pocas horas. El discurso del rey al cabo de dos días, el 3 de octubre, tampoco inquietó en Europa como lo habría hecho, sin ninguna duda en Bélgica, Holanda o Suecia, donde un rey diciendo lo que dijo Felipe VI ya no hubiera sido rey al día siguiente. Por ello es impossible que se digan en aquellos países. Ciertamente, la existencia de la monarquía española, que tiene la doble mácula de haber sido nombrada por Franco y de ser como es, no incomoda a los europeos que, a la postre, no quieren problemas en el sur de Europa y creen que un Estado fuerte -aunque sea problemáticamente fuerte- resolverá las ansias independentistas particularmente de catalanes y vascos que, esas sí, les incomodan mucho.
Queda aún una pregunta que me he planteado repetidamente durante los cinco años en que he tenido el honor de ser representante de intereses catalanes en el Parlamento Europeo: ¿por qué la Unión Europea no ha salido en defensa de los valores democráticos que defiende en el artículo 2 de su Carta de Derechos Fundamentales?
En la Unión Europea, particularmente en su Parlamento, constantemente se manifiestan sospechas y acusaciones contra Hungría, Polonia, Rumanía o Eslovaquia, para poner los cuatro ejemplos más llamativos. Me parece que sé por qué aún pocos eurodiputados y pocos dirigentes políticos presentan dudas sobre España, aunque algunos las tengan en privado. Las razones son diversas: en primer lugar, España es considerada del grupo de los grandes. Demográficamente es -tras el Brexit- el cuarto Estado europeo en población, después de Alemania, Francia e Italia. También se la considera grande -aunque a algunos nos pueda parecer nostalgia trasnochada- por su innegable pasado imperial. Ello ocurre, en segundo lugar, porque España es -aunque parece que cuesta de creer- una gran desconocida en Europa. De hecho, todo el sud de Europa es muy desconocida en el centro y el norte de Europa, como lo sigue siendo América Latina o África, a pesar de los dominios coloniales europeos, afortunadamente periclitados. De esas ignorancias provienen los tópicos, las suspicacias, pero también las omisiones, que pueden llevar a mirar hacia otro lado o a concentrar injustamente la mirada en una sola y muy reducida cuestión.
Sin embargo, el caso de España tiene, ciertamente, una singularidad: los Estados del norte creyeron que muerto el perro, muerta la rabia y que, tras la muerte de Franco todo iría bien y que las estructuras corroídas del Estado se transformarían casi por decreto. Y la ignorancia europea sigue en pie. No saben, o no quieren saber -cuando se les dice, parecen estupefactos- que en España hay una «Fundación Francisco Franco» -inimaginable una cosa equiparable en Berlín o Roma-, que hay un «Valle de los Caídos» en versión fascista, o que los altos tribunales españoles han sido denunciados en muchas ocasiones por el Consejo de Europa, entre otros. A menudo, los europeos no miran y, si no miran, no ven. Y si no ven, no tienen que decir o hacer nada. Me parece que la ignorancia europea sobre España -real i fingida- queda magníficamente de manifiesto en una expresión alemana muy antigua: cuando los catalanes queremos decir que no entendemos algo o algún comportamiento, decimos «Eso me suena a chino»; los alemanes dicen «Eso me suena a español (Das kommt mir Spanisch vor)»
España debe ser, pues, protegida, por razones demográficas, históricas y económicas (pasivas) y por ignorancia de su realidad, con lo cual incluso se protege el turismo español que para los nórdicos es una delicia y una bendición. Parece que no ha llegado aún el momento de la crítica frontal, franca, a España. No creo que pueda tardar mucho, si las cosas avanzan como hasta ahora.
Y esa actitud frente a la confrontación entre Cataluña y España se entiende del todo si se tiene en cuenta cuál es la realidad básica, fundamental de la Unión, que debe expresarse con claridad: la Unión Europea sencillamente no existe, a pesar de sus 27 miembros actuales tras el Brexit -confio que pronto tendrá dos o tres miembros más- y sus casi 450 millones de población. No sé si alguien piensa en dar pasos efectivos para una refundación de la Unión, pero actualmente un Club de Estados que mantienen sus competencias esenciales: fiscales, laborales, de relaciones exteriores (con una voz sólo autorizada para cada ocasión), culturales, de orden público, siguiendo a un Banco Central Europeo que no tiene control democrático del Parlamento. La moneda, el EURO, tampoco es compartida por todos sus miembros. Además, ¿qué significa una moneda común cuando no hay una política fiscal común, cuando los países miembros pueden hacerse la competencia entre sí y ofrecer distintas ventajas fiscales a las grandes empresas?
Pero el “proceso” no ha quedado liquidado, porque no lo puede quedar la voluntad ciudadana, puesto que viene de lejos y se cimienta en la historia y la convicción colectiva. Entre otras cosas, hay que tener en cuenta que el proceso no sólo ha sido una expresión clara de voluntad democrática sino que también fue un momento de empoderamiento colectivo. La educación ciudadana no se consigue con teorías o afirmaciones más o menos ideológicas o patrióticas, sino con experiencias y vivencias convincentes. Aquí nos puede ayudar la magnífica distinción de Max Weber entre “autoridad” y “poder”. La autoridad es la que se posee por capacidad y dignidad en la conducta. La autoridad es reconocida por otros, sin presión de ningún tipo, como ocurre con la autoridad reconocida por los alumnos respecto al profesor digno o bien por los hijos respecto a los padres responsables y amorosos. El poder es otra cosa distinta: quien detenta el poder necesita defenderlo, a menudo con mecanismos coercitivos, legales, penales o, si es preciso, con la fuerza directa. El pueblo, en Cataluña, se ha dado cuenta de que la democracia le da autoridad moral e incluso legal, muy superior al poder coercitivo que puedan tener sus adversarios. Ciertamente, los valores democráticos y populares son superiores a los mecanismos de poder que salvaguardan intereses y objetivos distintos.
En este sentido, el proceso ha sido, evidentemente, un proceso político sumamente educativo a gran escala. Y los ciudadanos han entendido la fuerza práctica, concreta, del ejercicio y de la resistencia democráticos, ejercidos desde el pacifismo y la dignidad civil. El proceso no ha terminado. Está en marcha. Un proceso polítio depende de muchos factores, pero siempre tiene garantías de éxito cuando está en manos de ciudadanos concienciados y dispuestos a ejercer pacíficamente su responsabilidad cívica.
Artículo para la Revista «Rizoma Freireano»
Begur, 14 de abril del 2020 (89 aniversario de la proclamación de la República)