La llamada de los pueblos por una educación emancipadora
- Carlos Aldana Mendoza
- n. 24 • 2018 • Instituto Paulo Freire de España
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La llamada de los pueblos por una educación emancipadora
Carlos Aldana Mendoza
Introducción
En realidades como la guatemalteca, parece que la pedagogía va por un camino, y las luchas de los pueblos recorren otro sendero. Porque mientras la realidad económica, social y política demuestra que la educación escolar no ha respondido, ni histórica ni actualmente, a construir realidades dignas para los pueblos, se sigue en una fiesta conceptual pedagógica, como si no ocurriera nada en el mundo real. En ella aparecen y bailan las competencias, la educación para la prosperidad, la “educación para la vida” (como si no se educara desde la vida) o la educación para la globalización, aun cuando ello signifique la destrucción cultural y la negación de las demandas de los pueblos originarios.
Quienes todavía sientan y crean que la educación debe ser camino de liberación y de dignidad, no pueden creer ciegamente en las ofertas de la pedagogía tecnócrata que hoy prevalece, esa que invisibiliza realidades, niega reflexión crítica, esa que vocifera, con fuerza, que la educación es apolítica y neutra. Se trata de que, al tener la educación emancipadora como opción, la realidad dramática constituya un punto de partida que debe ocupar esfuerzos, antes que empezar con las definiciones conceptuales y con los postulados técnicos sobre las acciones y procesos educativos. Pero también es parte de ese punto de partida, una revisión sobre cómo y por qué la pedagogía prevalente ha enmudecido ante los problemas y situaciones que niegan a los pueblos su desarrollo.
Desde ambas reflexiones fundantes, la realidad y el papel de la pedagogía en esa realidad, tratamos de plantear algunas reflexiones sobre aspectos que pueden permitir una aproximación teórica y práctica a la educación emancipadora hoy: la educación como construcción de ciudadanía, la ética de la diversidad, las interrelaciones como método y fin, así como la necesidad de un enfoque político sobre el cambio de creencias.
Los pueblos demandan una educación que pueda ser factor de transformación social. Los aspectos anteriores son cruciales para arrebatar el dominio ideológico y práctico que los poderes tienen sobre la educación escolar. Por ello, este artículo los presenta, desde un esfuerzo por vincular ciertas situaciones específicas de Guatemala y una reflexión global, aplicable a todo contexto en el presente.
Un vergonzoso punto de partida
Ya estamos por alcanzar las primeras dos décadas del siglo XXI, y la sensación ostentosa y soberbia de avance y de progreso que parece que mostramos la humanidad actual, no puede ocultar la terrible realidad de millones de seres humanos por todo el planeta. Ni las estructuras económicas, ni los sistemas políticos o sociales, ni los grandes avances tecnológicos, ni las promesas de los sectarismos religiosos, nada ha impedido que el empobrecimiento de las mayorías siga creciendo sin detenerse, o que la exclusión de pueblos enteros siga marcando las relaciones de grandes colectivos. Nada parece detener la violencia con la que se diseña al mundo, con la que se “resuelven” los conflictos, ni con la que se impone, o pretende imponer, ideologías, creencias y paradigmas.
El planeta está constituido por escenarios de desesperanza e indignación, como el drama permanente de los migrantes, las guerras que en todas partes crean víctimas inocentes, la pobreza que ya no solo aparece con fuerza en África o América Latina, sino que es visible en todas partes, el ascenso de políticos que no creen en el ejercicio de poder para la construcción de un planeta que asegure su sobrevivencia. Trump es apenas el ejemplo más grotesco de cómo el analfabetismo político se suma a factores estructurales que complican la vida de las poblaciones más vulnerables.
Está muy claro, entonces, que el rasgo más relevante es la indignidad de la vida para la mayoría de la sociedad humana en el planeta. En países como el mío, Guatemala, esta indignidad de la vida también fue crudamente exacerbada por un conflicto armado interno que, sin haber resuelto un mínimo de las causas estructurales que lo causaron, dejó más de 200 mil víctimas directas (según lo afirmó la Comisión del Esclarecimiento Histórico, de Naciones Unidas). Pero las consecuencias nefastas no se quedaron en los muertos y en los desaparecidos, sino que se muestran en la ruptura salvaje del tejido social, la destrucción de comunidades, la descomposición social, la agudización de la exclusión de los pueblos indígenas, el enfrentamiento entre hermanos que hoy sigue marcando la pauta de relaciones sociales, la cultura de violencia y de enfrentamiento que se profundizó e hizo penetrar en toda la sociedad. El 83% de las víctimas en ese crudo enfrentamiento fueron indígenas. Ni la pobreza extrema, ni la exclusión, ni la desigualdad fueron resueltos después de 30 años de enfrentamiento. A la larga historia estructural de negación de derechos, se sumó la cultura de muerte y violencia que prevalece hoy.
Ante la realidad actual, tenemos que tener cuidado de no desentendernos de los factores ideológicos que permiten esa realidad, que la alimentan, que son necesarios para los poderes en su necesidad de control y dominación. No es casualidad que las ofertas religiosas, que la cultura, el deporte y el arte creen modos de ver, sentir y comprender el mundo, ni que la información sea filtrada por agencias de comunicación que son parte del poder global, aunque se vistan con disfraces de neutralidad y objetividad. Tampoco es casualidad el discurso tecnócrata, superficial y conservador de la pedagogía.
La contribución pedagógica a la construcción del mundo actual
En el mundo pedagógico, prevalece un discurso alrededor de una educación que sirva la productividad y el desarrollo, a la construcción de habilidades que permitan “salir de la pobreza”, a una ciudadanía reducida a lo electoral. Y todo desde el enfoque por competencias, que constituye el eje fundamental, el concepto fundante, el factor de moda y de prestigio (aunque ni se comprenda plenamente, ni se aplique en la realidad).
Resulta que el mundo de los académicos dedicados a la educación ha hecho un brillante papel en la construcción del mundo actual: ha puesto a la educación al servicio de una globalización que niega la dignidad a la vida planetaria. Los sistemas educativos no han sido los generadores de la ciudadanía participante, dispuesta a “comprender el mundo para transformarlo”, como insistiera Freire. Al contrario, la educación formal es la fuente principal para una ciudadanía conformista con la participación en las elecciones, pero indispuesta al compromiso, al activismo y a la lucha por condiciones sociales distintas. No son las aulas escolares los espacios donde se aprende la indignación necesaria para sentir la necesidad, y posibilidad, de que otra educación y otra sociedad son posibles.
La pedagogía parece, de manera plena y concreta, estar al servicio de los poderes dominantes desde el momento en que se ha reducido a una miope mirada sobre la expresión escolar o formal de lo educativo. Ha abandonado la necesidad de valorar y apreciar otras expresiones que también configuran el ser, sentir, hacer y actuar de los seres humanos y que son parte de ese sistema de influencias que a lo largo de la vida representan lo educativo.
Por ejemplo, a la pedagogía, afanada en las competencias y la tecnocracia, se le ha olvidado que el ser humano también aprende en los entornos sociales, en la expresión artística y cultural, en las luchas y reivindicaciones sociales, en las calles y en los campos. Que los pueblos poseen historia de formación y cultura que, aunque tampoco se trate del romanticismo que ancla y no permite caminar, debe ser atendida y entendida profunda y respetuosamente.
Y cuando coloca el lente sobre el derecho a la educación (formal o escolar), se queda en el análisis o reflexión de lo que ocurre en las aulas, sin considerar las interacciones y dinámicas de la escuela con la familia, la sociedad y otros entornos. El derecho a la educación también es el derecho a gozar el tiempo libre, a tener opciones y posibilidades de que la vida sea comprendida y apreciada en todas sus manifestaciones, a comprender que los saberes populares y milenarios no son inferiores a los académicos y pueden convivir en las dinámicas de la sociedad humana.
Así pues, la pedagogía ha lanzado el mensaje de que la educación solo tiene lugar dentro de las estructuras e instituciones escolares, y que lo aprendido afuera no tiene el mismo valor o importancia para la vida. Su objeto de estudio se reduce a lo escolar y con ello enaniza su mundo y su aporte. Se deja de aprender y aprovechar las ricas posibilidades para el desarrollo humano, individual y colectivo, que se encuentran en organizaciones populares y sociales, en iniciativas sociales, en la dinámica ciudadana más activa, en los aportes de los pueblos originarios. Se hace real su anhelado sueño de despolitizar lo educativo, porque se rompen vínculos, se anulan demandas y reivindicaciones, se impide participación política a la comunidad educativa.
En consecuencia, no constituye una exageración afirmar que la pedagogía se ha distanciado de los pueblos y de sus luchas, aunque a la distancia se oigan sus voces y demandas. Esta distancia le ha quitado al estudio pedagógico la riqueza y diversidad profunda que proviene de la comprensión de la realidad más plena. Ha dejado la pedagogía de escuchar y enriquecerse con los aportes que provienen de cosmovisiones no basadas en la filosofía y ciencia dominantes. En países de rica diversidad cultural y étnica, esto significa una ruptura muy seria entre quienes generan conocimientos y propuestas sobre lo educativo y los pueblos que vienen luchando por una sociedad diversa, digna y justa. Por eso no sorprende la generalizada y arraigada manera de practicar una visión educativa apolítica (solo en sus expresiones y pretensiones conservadoras, pero no en su sentido profundo de conexión con el poder). Tampoco sorprende que no sean educadores y educadoras quienes hablen más de educación, sino que sean economistas, financistas, empresariado y políticos, quienes, sin saber del tema, lo monopolizan en la agenda mediática y pública.
A la pedagogía tampoco le ha importado mucho la negación del derecho a la educación en múltiples maneras, principalmente a través de la privatización tan afirmada en países como los latinoamericanos. El discurso ha contribuido a sustituir la palabra “derecho” por el concepto “servicio”: han llegado a afirmar que “la educación más que un derecho es un servicio”, y este, como cualquier otro, puede ser brindado a quien lo puede pagar. Las instituciones dejan de ser proyectos educativos para convertirse en empresas; los docentes no son educadores, son empleados; los estudiantes son usuarios y las familias son clientes que deben pagar.
La diferenciada calidad entre las condiciones de aprendizaje de instituciones privadas y las condiciones de instituciones públicas es tan grande que escandaliza. O debiera escandalizar, porque el imaginario social empieza a considerar esas diferencias como naturales y válidas, mientras los Estados permiten que, a través de su ineficiencia para el desarrollo de la educación pública, la educación se convierta en un privilegio y en un negocio rentable en sus dos grandes vertientes: la económica (porque genera lucro para sus dueños) y la ideológica (porque es una vía poderosa para insistir en los valores, creencias y actitudes que contribuyen a mantener el poder establecido).
Si la pedagogía se aleja de los pueblos, se aleja de sus demandas y de sus luchas, y los abandona.
Lo anterior constituye el escenario al que nos debemos enfrentar. Es el desafío que se ubica en el horizonte de quienes pretendan, mediante la educación, contribuir en las luchas por transformar el mundo y convertirlo en un lugar en el que todos quepan con dignidad e igualdad. Veamos, entonces, cuatro propuestas para que la educación sea en sí misma un camino de emancipación y se alinee a otras luchas por la emancipación de los pueblos. Enfatizamos la escolar, porque -sin pretender caer en el discurso ya mencionado- para responder a las demandas de los pueblos por una educación emancipadora, una primera llamada muy audible y comprensible está en lo escolar.
¡” No lo hacemos por nosotros, sino por los que vienen atrás”: La educación como creación de experiencias de ciudadanía.
En el 2012 hubo un movimiento de estudiantes de secundaria que luchó contra la imposición de un cambio en la formación magisterial en Guatemala. Más allá de las explicaciones o razones técnicas del cambio, lo que se evidenció fue una manera impositiva, militarista y totalmente irrespetuosa de parte de las autoridades gubernamentales de ese momento. (El presidente, la vicepresidenta y muchos funcionarios de ese gobierno, al momento de escribir este artículo, siguen en prisión desde hace más de año y medio).
Lo grotesco de una concepción educativa que no cree, ni espera, la participación real, tiene lugar cuando se quiere manipular conciencias o comportamientos. El ofrecimiento de las autoridades educativas a estudiantes para que dejaran sus reivindicaciones y movilizaciones, fue respondido con la expresión que encabeza esta parte. Pero también encontramos el cinismo cuando se lee algunos postulados del currículo oficial de secundaria, relativos al aprendizaje de los derechos humanos y al derecho de expresión. Todo ello contradicho en la práctica real, en las calles, en los problemas reales. La represión, la burla y el desprecio a la voz estudiantil fue tan grande en ese momento que ninguna teoría, política pública o estructura curricular podría tener algún efecto en la mentalidad de jóvenes que se estaban formando para ser docentes. Aprendieron a sentirse delincuentes, porque fueron reprimidos no solo por el Ministerio de Educación sino también por el de Gobernación, a través de policías. Aprendieron que no vale la voz, ni el diálogo, ni la discusión política, porque cuando las agendas se imponen, se imponen incluso con golpes y sangre. Por desgracia, y como una repetición macabra de este irrespeto a estudiantes que elevan su voz, al momento de escribir estas líneas tenemos que lamentar en la capital guatemalteca la muerte de una estudiante de 16 años, atropellada y destrozada por un piloto, al que el derecho a la vida y a la protesta, le parecieron menos importantes que la llegada puntual a su trabajo. La falta de diálogo serio y constante siempre es el cultivo para la protesta, y esta, para la violencia en todas sus formas.
¿De qué sirve el discurso teórico o curricular sobre ciudadanía y derechos humanos, si en la forma de intervenir en conflictos, nada de eso es cumplido ni ejemplificado por los mismos funcionarios educativos, tampoco por docentes?
El aprendizaje de la ciudadanía puede quedarse en la realidad de otras asignaturas: memorización mecánica, nada de aplicaciones en la vida real, aburrimiento, cumplimiento para fines evaluativos, y con ello, se cumple oficial (y oficiosamente) con la demanda de formar para la ciudadanía, pero sin afectar las estructuras, incluido el sistema político vigente.
Sin embargo, tengamos muy claro que el aprendizaje de la ciudadanía solo puede alcanzarse desde la práctica de su factor más esencial: la participación. No puede haber educación ciudadana si no existe participación real y concreta de quienes son parte del proceso educativo. Esto debe significar una profunda y clara postura de formar políticamente a las nuevas generaciones. Abandonar el miedo y la aversión a lo político parece ser la primera prueba o condición para que esta educación ciudadana pueda tener lugar. Se trata de que niños, niñas y jóvenes vivan experiencias en los que puedan comprender la realidad, en los que se evidencie el respeto a su pensamiento sobre el mundo en que viven. Se trata de que los momentos y espacios, de carácter permanente pero también con un sentido comunitario, envuelvan a las y los aprendientes en situaciones de discusión, de decisión, de compromiso, de actividad. Que esas experiencias representen la sensación y la vivencia personal y colectiva de estar participando en propuestas de cambio de determinadas realidades. Y que esas experiencias vayan incrementando el nivel de incidencia en la vida institucional, comunitaria y social. Por ejemplo, el estudiantado universitario debe ser protagonista de luchas, propuestas y cambios concretos en su sociedad, mientras que las y los estudiantes de preprimaria son llamados a la propuesta, aunque tenga menos nivel de incidencia concreta y real. Se trata de que la ciudadanía se aprenda participando, aportando, discutiendo, proponiendo, luchando, demandando, oponiéndose.
Por ejemplo, en Guatemala se realizan laboratorios de participación electoral (y se realizan elecciones infantiles cada cuatro años, pocos días antes de las elecciones generales). Pero esos laboratorios siguen enfatizando que la ciudadanía se encuentra solo en lo electoral, y se descuida la discusión por problemas nacionales, se abandona la participación, se desestimula la organización estudiantil en todos los niveles. ¿Cuánto se aprovechó el liderazgo de las y los estudiantes que en esa lucha del 2012 arriesgaron su integridad? ¿Cómo valoró la sociedad guatemalteca el valor de adolescentes y jóvenes para enfrentarse a un gobierno militarista y corrupto? ¿De qué educación ciudadana podemos hablar si a esos jóvenes se les silenció, acalló, reprimió y con ello se anuló la organización estudiantil en todo el país, mientras se sigue “enseñando” en las aulas sobre derechos humanos, derecho a la participación, ciudadanía y otras frases que terminan dando una sensación de falsedad? ¿La muerte de esta adolescente que protestaba, va a servir para que aprendamos que la ciudadanía empieza cuando nos atrevemos a escuchar y expresarnos?
Las respuestas a estas preguntas solo indican de manera determinante que necesitamos una pedagogía y una práctica educativa que no tenga miedo al protagonismo, la voz y la participación de las y los jóvenes. Necesitamos construir una visión de lo educativo que crea más en los procesos y en las experiencias concretas y reales, más que en los discursos y las exposiciones de siempre. Una pedagogía que se atreva a sentir y vivir una educación que arrebate la voz protagónica a quienes imponen y permita la voz colectiva.
La educación desde la ética de la diversidad.
Aprender a respetar, a convivir, a gozar y a construir caminos políticos y sociales junto a personas y colectivos que son diferentes por la cultura, lo étnico, el género u otro aspecto, puede y debe ser uno de los esfuerzos más importantes a la hora de pensar y anhelar la educación para defender la vida en el planeta en este siglo. Esto va más allá de la acción pedagógica de crear un cajón nuevo en el conjunto del currículo al que se le llama “interculturalidad”, “diversidad”, “inclusión”, etcétera. Se trata más de vivir, gozar y sentir la maravilla de la diversidad, de pasar de la acción normativa o moral a la ética de la diversidad. Es decir, a hacer de la diversidad un modo de ser, una posición de vivencia cotidiana e íntima. Una opción asumida desde la propia persona.
El racismo y la exclusión estructural no han sido todavía firme y significativamente enfrentados al interior de los esfuerzos educativos, escolares o no. Porque, por ejemplo, en Guatemala, la educación escolar en la lengua materna de niños y niñas sigue sin estar generalizada en contextos de alta prevalencia de la población originaria o indígena. Utilizar a profesores y profesoras bilingües, pero no provenientes de la cultura y el entorno de los pequeños y pequeñas que aprenden, no constituye un ejercicio auténtico de la educación bilingüe e intercultural que se necesita para responder pedagógicamente a las demandas históricas de los pueblos que fueron arrebatados de su territorio, de su historia y de su dignidad en los últimos 500 años. La diversidad cultural en 109 kilómetros cuadrados de territorio guatemalteco debiera constituir un factor de maravillosa realidad, pero, por el contrario, en el caminar histórico se ha querido asimilar o destruir la diversidad, incluso hasta por la vía del genocidio como sucedió durante el conflicto armado interno. Cuando todo eso no ha dado sus frutos, ha aparecido la educación escolar para hacer su aporte en la destrucción de esa diversidad.
Tampoco el sexismo, el patriarcado o la exclusión por discapacidades han sido discutidas y enfrentadas con seriedad. Esto no solo se evidencia en las cifras que indican menor presencia de niñas en el sistema escolar, o la ausencia de estructuras y condiciones para niños y niñas con discapacidad, sino en la falta de sensibilidad, en las relaciones autoritarias, en los micromachismos que tienen lugar en todo momento, en el ambiente que se crea, tanto en el sistema escolar como en el sistema social de protección de la niñez y la adolescencia. El 8 de marzo de 2017, el país y el mundo entero, fueron sacudidos por el incendio que causó la muerte de 41 niñas en un hogar llamado irónicamente “Hogar Seguro”. Ese día es para recordar la tragedia de esas niñas, pero sobre todo la tragedia de un sistema social, cultural y educativo que no ha puesto en primer lugar el interés superior del niño, como lo indica la Convención de los Derechos del Niño.
Y por favor, no se crea que nuestro país solo está hecho de tragedias. También somos un país de luchas, de resistencias, de opciones reales por la vida y la dignidad. Miles de educadoras y educadores hacen su mejor esfuerzo, enfrentados a sus propias autoridades, a sus esquemas institucionales, y su historia.
Las interrelaciones, como fin y método de la educación emancipadora.
No hay aula más eficiente, más poderosa y más significativa para emanciparnos de estilos o modos del ejercicio de poder que nos hacen prisioneros, que las interrelaciones entre unos y otros. Es en la forma de llevar la cotidianidad, de interactuar y en la forma de relacionarse, que educadores y educandos aprenden, en profundidad, sus maneras de pensar, de sentir, de actuar. Mediante las interrelaciones logramos el aprendizaje y alcanzamos la educación. Por ello, hablar de interrelaciones es hablar del método fundamental para educar, en la medida que esas interrelaciones enriquecen y desafían a todos, en la medida que las y los educadores viven plenamente una concepción de la vida y de lo educativo que libera en lugar de crear ataduras, principalmente mentales.
A través de la constante manera de interactuar con sus estudiantes, quien educa genera condiciones de respeto, de alegría, de emoción por aprender, de interés, de discusión y debate. Sin embargo, este método alcanza su principal impacto o incidencia en situaciones clave como la toma de decisiones o la resolución de conflictos. En ambos escenarios, la forma de interacción va a marcar personalidades puesto que se va a propiciar protagonismo, participación, expresión y aprendizaje entre unos y otros. El problema aparece cuando las interrelaciones son de un modo en las situaciones de todos los días, pero cuando aparece un problema o hay que tomar una decisión importante, los adultos que educan abandonan la voz de sus estudiantes, o se imponen desde criterios tan generalizados como “los adultos sabemos lo que les conviene”, o “en mi aula mando yo”.
No son pocos los profesores y profesoras que parecen cambiar su personalidad cuando se ven en una situación compleja o en un conflicto serio, cuando dejan de ser las personas amables, atentas y comprensivas de los momentos tranquilos de la vida escolar. Se trata de que en los conflictos y en la toma de decisiones, la interacción sea siempre digna, respetuosa y, por tanto, educadora en todo el sentido de la palabra.
Por lo anterior, es que también necesitamos enfocar las interrelaciones, además de método, como un fin importante de la educación que pretende emancipar. Es decir, necesitamos esforzarnos por aprender a crear entornos de relaciones nutritivas. Quienes trabajamos en educación necesitamos colocar, en la cima de prioridades, el aprendizaje para la relación con los demás, desde la empatía, el desafío, el respeto, la consideración amable, el buen trato. No será un fácil aprendizaje para quienes llevan en su ADN un modo vertical, autoritario y autocrático de generar los procesos educativos. Será realmente un cambio paradigmático de complejas consideraciones, pero sin este aprendizaje no hay educación emancipadora.
No se queda fuera de este énfasis en las interrelaciones, la necesidad de un aprendizaje para toda la comunidad educativa que prevenga y se enfrente seria y decididamente a situaciones como el acoso escolar, o a la violencia en sus maneras sutiles, o el sexismo, o cualquier situación que denigre a los demás. Según la Encuesta Nacional sobre Violencia y Clima Escolar en Guatemala, de 2015, el 20% de los estudiantes de primaria manifestaron haber sido víctimas de violencia de parte de sus docentes. ¿No plantea esto una grave situación, relativa a la necesidad de construir otros modelos de relación en la comunidad educativa?
Aprender a construir otro tipo de relaciones entre docentes y estudiantes conlleva también la necesidad de desaprendizajes y aprendizajes emocionales que permitan una interior y consciente manera de desconfigurar las costumbres que marcan el verticalismo y el autoritarismo. Es decir, que la persona del educador sea más importante que sus habilidades y capacidades pedagógicas y didácticas. Esto ha sido poco debatido o estudiado. Es muy probable que más que pedagogía y didáctica, miles de docentes tengan que aprender primero a encontrarle sentido a su vida, a desarrollarse emocionalmente, a sentir a gusto con su ser y su hacer, para que eso se proyecte en su labor educadora. Porque solo un ser pleno, armónico, feliz consigo mismo, con visiones a favor de la vida y de una educación distinta, puede construir relaciones plenas y ricas con sus estudiantes.
Lo político de la emancipación de las creencias.
El pensamiento humano se construye desde y a través de conceptos e imágenes. Es por ello que es consciente y evidente. Pero las creencias, esos esquemas mentales que dirigen nuestro pensamiento y nuestras maneras de actuar, reaccionar y sentir, no son tan claras, no flotan tan fácilmente, se quedan en nuestros más profundos sedimentos. Se ocultan en nuestra dinámica mental, y emergen a la superficie de nuestro pensamiento en muy raras ocasiones. Sin embargo, son las creencias las que marcan la pauta de nuestros comportamientos, incluso de nuestras opciones más serias y completas, como las políticas.
Aunque paulatinamente se va extendiendo una posición neurocientífica y espiritual alrededor de la importancia e impacto de las creencias en nuestra forma de vida, incluso en nuestra propia biología, como lo demuestra, entre otros, el biólogo estadounidense Bruce Lipton, en el campo pedagógico todavía esto no se ha posicionado con fuerza. Y es precisamente en la educación (desde la familia hasta el campo laboral o técnico) en el que las creencias se crean, se fortalecen, se solidifican. “No son nuestros genes sino nuestras creencias lo que controla nuestra vida…Esta investigación ha confirmado que las células cerebrales traducen las percepciones mentales del mundo (creencias) a perfiles químicos únicos y complementarios que, cuando se secretan en la sangre, controlan el destino de los 50 billones de células del organismo… Cuando cambiamos nuestra forma de percibir el mundo, es decir, cuando cambiamos nuestras creencias, cambiamos también la composición neuroquímica de nuestra sangre, lo que a su vez activa un cambio complementario de las células corporales”. [1]
¿No son las creencias un escenario crucial para alcanzar la emancipación de individuos y sociedades? ¿No será que más que la transmisión de saberes, debiéramos realizar la búsqueda de las creencias más profundas y afirmadas en docentes y estudiantes? Probablemente descubriremos allí muchas pautas, muchas respuestas y muchas nuevas preguntas que nos permitan alcanzar mejores niveles de aprendizaje.
Recuerdo que en mi paso por Intermón-Oxfam, se hablaba de cambios en las políticas, prácticas, ideas y creencias de la gente. Y siempre se ponían los esfuerzos en ese mismo orden: las políticas primero. Sin embargo, por lo menos en países como Guatemala, muchas políticas han sido cambiadas, y las cosas siguen igual. El esfuerzo por los cambios en las políticas también debe ser acuerpado por la búsqueda, comprensión y cambio de creencias, porque son estas las que impulsan y determinan el actuar de individuos que, al constituir colectivos, terminan generalizando comportamientos útiles para los poderes vigentes.
La búsqueda por descubrir y cambiar creencias es posiblemente el más político de los esfuerzos que podemos hacer a través de la educación emancipadora. Cambiar políticas sin cambiar creencias termina siendo un esfuerzo favorable a la realidad hegemónica. Pero cambiar creencias es poner a las personas, a las y los ciudadanos, ante escenarios nuevos, ante desafíos insospechados y ante exigencias que puedan movilizarlos hacia la transformación social. Y que una de sus consecuencias sea, precisamente, cambiar políticas y estructuras. El cambio de creencias, sin duda, es un esfuerzo político.
Mientras la educación no se esfuerce lo suficiente por entender e intervenir en el espacio de las creencias, no habrá emancipación. Las personas seguirán siendo esclavas de amos tan silenciosos, invisibles y poderosos que no les otorgan ni permiten la libertad para descubrir al mundo de otro modo, o para plantear otro mundo. Las creencias, por ejemplo, están en el fondo de los comportamientos violentos, del patriarcado, de la exclusión y la desigualdad. También están en el fondo del desinterés político, de la falta de movilización o de fortaleza en las voces que exigen otra realidad. La feminista india Gayatri Spivak, afirmó que “la violencia epistémica es despojar a los otros de su derecho a construir sus propias imágenes de sí mismos, sus autorepresentaciones sociales y crear imágenes distorsionadas de esos otros, que legitiman la dominación y la opresión”. [2]
Existe una violencia silenciosa y una complicidad muy seria con los poderes vigentes de parte de quien educa si no otorga algún nivel de importancia y esfuerzo a descubrir y decodificar sus propias creencias, y a ayudar a sus estudiantes en esa tarea tan personal, íntima y al mismo tiempo tan política, que es la de que descubran sus propias estructuras de creencias, que sepan de dónde viene lo que creen sobre este o aquel aspecto de la vida. Que lleguen a sentir la fuerza de lo que creen y así puedan también desarrollar creencias a favor de su propia vida, de su propia dignidad y del protagonismo que merecen en la construcción de otro mundo.
Un esfuerzo tan difícil como novedoso, pero también tan necesario para forjar una ciudadanía libre, consciente y crítica, que es este de descubrir y transformar creencias en quienes se educan juntos, va a hacer brotar preguntas, como jardín en primavera, como “¿con quién aprendiste a creer eso?”, “¿en qué te hace más libre o más esclavo creer eso?”, “¿quién cree por ti cuando crees eso?”, “¿a quién conviene o sirve que creas así?”, y otras.
No tengo duda que la educación formal ha servido mucho más a la esclavitud que a la libertad. Claro que hay excepciones maravillosas por todos lados y en todos los tiempos, pero en la medida que, en quienes dirigen sistemas aulas, se haga notar la ausencia de pensamiento crítico, de emocionalidad sana y de profunda convicción en la vida plena, en esa misma medida la opresión será el resultado más invisible, más negado, pero más eficientemente logrado.
Los pueblos que vienen sufriendo, pero también resistiendo, a una globalización que asesina en nombre del crecimiento económico y la estabilidad política, también demandan a gritos que la educación parta de sus propias cosmovisiones, que se nutra de sus propios valores, que les ayude a ir al encuentro de otros pueblos y poder enfrentar a las transnacionales, a los organismos internacionales, a los gobiernos nacionales y locales que les han dado la espalda. No puede negarse que una educación sin construcción de ciudadanía, sin ética de la diversidad, sin construcción de escenarios de interacciones de dignidad real y concreta, no solo no emancipa individuos, sino que contribuye a esclavizar a pueblos enteros y los condena, a unos más rápido y a otros más lentamente, a su desaparición.
No obstante, ante este drama tan gigantesco, siempre existe la fuerza ética en aquellos hombres y mujeres que creen en la educación como un camino para la dignidad y la emancipación. (Posiblemente el pesimismo frente al cambio sea una de esas creencias que necesitamos extraer y superar). Aunque hoy parezca muy débil, o muy emergente, o con muy poca presencia, la educación emancipadora puede ser una realidad si no dejamos de sentir, desde lo más profundo, una apasionada y movilizadora indignación ante la negación de la vida, la dignidad, el desarrollo y los derechos humanos, en cualquier continente, por cualquier motivo, frente a cualquier gobierno. Pero también puede ser una realidad de poderes inimaginables, si no dejamos de sentir el apasionado amor, ese noviazgo eterno, por la educación, por la gente, por el cambio, por el mundo que aún debemos construir. Mientras la indignación sea hermana de la pasión y el amor, el planeta puede esperar que la educación emancipadora sea la ventana por la cual divise su propia sobrevivencia. Y sonría.
[1] LIPTON, Bruce. La Biología de la Creencia. 10 ed. Actualizada y ampliada. España, Palmyra, 2016, p.
[2] Citada por MUÑOZ, Lily. Diplomado Virtual en Prevención de la Violencia contra las Mujeres . Guatemala, CIPREVI, Módulo II, Unidad 1, sesión 2.