El cuerpo docente
Sexuación de la didáctica, eros pedagógico y autoridad magistral
Giuseppe Burgio
Traducción: Loris Viviani
Monólogos
Según Luce Irigaray [1], nuestro pensamiento, apoyado en el predominio de la unidad respecto al múltiple, está incapacitado para teorizar los dos sexos: en la relación yo-otro, el yo nunca está articulado en los yos(masculino y femenino), permanece único, y masculino. De esta forma la filosofía ha entregado a la atención cultural el problema de la sexuación del pensamiento, criticando el hecho de que el Hombre, como animal racional, dotado de lenguaje, supuesto representante de todo el genero humano, haya siempre sido el único sujeto posible del único discurso posible [2].
Ya en el momento de la teorización científica, el sujeto del conocimiento no es nunca una persona concreta (masculina o femenina): es el si impersonal y neutro que nunca dice en lo que está implicado. En los textos científicos “se infiere claramente que...”, “nadie puede dejar de ver...”, “se concuerda generalmente en el hecho que...”. O sea, se realiza la mistificación de una impersonalidad que disfraza una ciencia hecha en realidad por hombres [3]. En efecto, bajo este ànthropos asexuado, el sujeto que “infiere”, “ve” y “concuerda” es, en realidad, siempre tácitamente masculino. Efectivamente, desde el Fedón platónico, verdad, objetividad y universalidad (que constituyen el paradigma central de la Ciencia) han sido consideradas prerrogativas casi exclusivas del genero masculino, realizando una doble exclusión de la esfera del conocimiento: exclusión del cuerpo (y de las facultades humanas consideradas fuera de la racionalidad) y exclusión de las mujeres. Este mecanismo no es ni reciente ni episódico, ya que nuestro pensamiento está tradicionalmente dominado por todos los opuestos dicotómicos a partir de los cuales el sujeto se constituye como sujeto cognoscitivo [4].
Aquello que la filosofía entiende es que el occidental es un pensamiento dual en el cual cada elemento se define por oposición a otro, su limite negativo: pares e impares, bien y mal, verdadero y falso, ser y no ser, masculino y femenino... Cada uno de los dos términos no puede darse sin el otro pero siempre es el primer termino el más fuerte, el que define el horizonte de sentido. El segundo es el contrario, la negación, la contestación del primero (que, de todos modos, se encuentra reafirmado), y siempre se connota negativamente: derecha – izquierda (la mano del diablo) o pares e im -pares [ dis - pari, en italiano], donde el prefijo dis - indica en griego antiguo oposición, duda, dificultad, incertidumbre, mal. [esto vale también para el español?]. El dis[ des- en español] del segundo termino destroza el significado bueno de la palabra que precede, como en des-orden, des-gracia, etc. Sin embargo, la dicotomía más clásica es, evidentemente, masculino-femenino. Aquella de Irigaray se vuelve entonces una operación – de ascendencia derridiana – que critica la arquitectura binaria con la que está construida la diferencia sexual, en cuanto supone una jerarquía implícita y la subordinación de un termino a su opuesto [5].
En la tradición cultural occidental, la mujer es de hecho históricamente una “falta” respecto al hombre, tramo imperfecto de un modelo que prevé – mirándolo bien – un sólo sexo: desde Galeno y Sorano, que hasta pensaban los genitales femeninos como genitales masculinos no del todo desarrollados y, así, la mujer como casi-hombre, hasta llegar a Freud y a su teoría de la mujer como hombre castrado, caracterizada consecuentemente por la envidia del pene. El dominio del hombre sobre la mujer se anida, en conclusión, en las mismas estructuras de nuestro pensamiento que, al mismo tiempo en que representa y legitima una orden social, non puede no reflejarse en las varias disciplinas de estudio. Es suficiente algún simple ejemplo: 1) la filosofía es cosa de hombres y, después de Diotima, el personaje indicado por en el Simposio platónico, tendremos que esperar haste el siglo XX, con De Beauvoir y Arendt, para encontrar una filosofa; 2) la antropología, según Ivan Illich [6], ha estudiado por mucho tiempo hombres y mujeres como ànthropoi indiferenciados; 3) las ciencias lingüísticas, afirma Irigaray, “no han tomado en consideración, y a veces hasta han rechazan hacerlo, el problema de la sexuación del discurso”, sin sospechar “que la sintaxis y la estructura sintáctico-semántica esté determinada sexualmente, no neutra ni universale y a-temporal” [7]; 4) Thomas Laqueur ha mostrado [8] como, en los siglos, la anatomía haya estudiado – y representado gráficamente en los manuales – solo cuerpos masculinos (los femeninos aparecían sólo en el capitulo dedicado al aparato genital); 5) las literaturas contemplan una rarefacción de las letradas, con enormes vacíos que separan a Saffo de Gaspara Stampa, y esta última de la Morante [9]...
El listado podría seguir, pero es importante subrayar como este monologo – guiado por una sola lógica (masculina e incorpórea) – sea un problema cultural, por que la diferencia sexual está al corazón del conocimiento. No es posible un saber abstracto, desencarnado, universal, una visión trascendente y escindida de la corporalidad. El sujeto del conocimiento, en cuanto corpóreo, es parcial y situado en todas sus formas. El mismo cuerpo no es pura naturaleza, sino especialmente cultura, o sea punto de intersección entre lo biológico, lo social y lo simbólico [10]. No existen entonces visiones abstractas, in-mediadas e inocentes. Sólo existen sistemas de percepciones activos que elaboran traducciones y maneras específicas, encarnados, sexuados, de ver. Sólo una consciente perspectiva parcial, que tiene que ver con conocimientos posicionados (por qué situados en un cuerpos), puede prometer un conocimiento intelectualmente satisfactorio.
El enseñar
Como ha sucedido para la construcción del saber, también su transmisión se ha manifestado históricamente en la didáctica escolar como re-afirmación de un un principio único, como desconocimiento de la diferencias. Desde la clase al examen (de forma indiferente al sexo del docente), un maestro poseedor del saber, único titular de la palabra, depositaba en un auditorio receptivo, pasivo, mudo, su signo (enseñar deriva del latín vulgar insignāre : imprimir un signo, marcar) que venía guardado por los estudiantes y devuelto después de un tiempo al docente que, substancialmente, juzgaba si estaba conforme a si mismo, similar a su autor, digno de su causa, en ultima análisis si reflejaba al docente. Único elemento activo en esta relación era aquel que erogaba nociones, principio y fin de un recorrido que debería haber sido recíprocamente enriquecedor. Es un modelo similar a la concepción griega antigua que confiaba al hombre el acto creativo de engendrar y a la mujer aquel de custodiar la semilla al interior de su útero y “cocerlo” para llevar a cabo el feto.
Finalmente, en la base del proceso didáctico yacía un rígido dualismo lleno/ vacio, una re-proposición del esquema por lo que el otro (los estudiantes en la relación educativa, el ambiente natural, los sujetos colonizados en los contenidos educativos …) no tiene otra función que contraponerse antiteticámente al uno, sólo para volver a afirmarlo en una síntesis superior (como hacía la mujer que recibía la semilla masculina). Pero la comunicación del saber no puede estar representada por un objeto que se da o se toma, es una relación(de enseñanza-aprendizaje) que debe ser satisfecha (desde el punto de vista cognoscitivo y relacional) para todos aquellos que voluntariamente se comprometen en ella. Sino sería violencia epistémica [11].
Quiero decir que hubo una fuerte continuidad entra la construcción del conocimiento bajo la negación de la diferencia sexual y la transmisión de este conocimiento. Los que han sostenido esta continuidad hemos sido los hombres que, no es un ocaso, como hipóstasis del saber, hemos elegido a Athena, una divinidad guerrera nacida sin la aportación de la madre y completamente indispuesta al amor. Así que toca de forma prioritaria a los hombres enfrentar este problema teórico [12].
Sin embargo, diferentemente al ámbito de la producción del saber, aquel de la instrucción escolar, aparece poblado en gran mayoría por mujeres. En efecto, Los servicios escolares y formativos en general concentran en perfiles profesional, a esta altura socialmente descalificados, el uso de trabajadores con contratos determinados, precarios y así … femenizados [13]. La formación es un ámbito feminizado (o sea precarizado) y, en consecuencia, femenino. De esta forma es tarea de las mujeres asumir hoy en día una responsabilidad transformativa en un mundo formativo fuertemente feminizado. Si, seguramente, la instrucción transmite una representación patriarcal basada en la homología entre la relación hombre/mujer y aquella adulto/niño [14] y, sin embargo, es contemporáneamente lugar de contradicciones que introducen un cambio en las relaciones entre los géneros [15]. Muchas docentes tienen, de hecho, una conciencia documentada y refinada que señala, en principio, una contradicción de genero con la tradición cultural occidental. A menudo, de los contenidos de la enseñanza emerge el corte de la diferencia sexual, en módulos específicos, en propuestas temáticas también muy validas … Pero esta dialéctica fecunda no encuentra, a mi parecer, una difundida y concreta reverberación en la práctica didáctica, no se encuentra traducida de forma explicita en la tentativa de rastrear los mecanismos casi invisibles que cada día – en las clases, en los exámenes, en la forma en que enseñamos y aprendemos – son la negación de la diferencia. Pueda que hoy no haya que luchar sólo para garantizar el derecho de ciudadanía escolar a la diferencia masculina-femenina como “contenido”, sino que sea posible imaginar también una nueva transmisión del saber: maculada, policroma, variopinta como el trono de Afrodita [16].
O sea, que hoy es posible actuar sobre dos planos ínter-conectados: interpretar el discurso cultural como sometido a una desconocida dimensión sexual y, contemporáneamente, intentar definir las características de lo que podría ser una práctica didáctica diferentemente sexuada, al interior de las varias disciplinas.
Se trataría de construir una educación “sexuada”, caracterizada por la superación de aquella difusa concepción cuantitativa del saber como objeto para poseer y no como relación a desarrollar, de aquella codiciosa y competitiva acumulación de nociones.
En la actual organización escolar, que también auspicia la emulación competitiva entre los estudiantes, puede existir una didáctica colaborativa que se base sobre la emotividad, el reconocimiento de los propios deseos (de forma inevitable, diferenciales y no comparables), sobre el sentido cultural, humano y político de las cosas que se estudian. Sin embargo, la valorización de la relación educativa puede darse sólo en una escuela que no transmite nociones sino que acepta la confrontación no jerárquica entre saberes distintos (también entre los de los docentes y los de los discentes) y no, como se supone, entre quien sabe y quien no sabe, entre quien da y quien toma; una escuela que está dispuesta a conectar y hacer ínter-actuar ideas que tienen en su espacio y su sentido su razón de ser y no en la evaluación. En breve, se trata de cambiar aquella óptica hasta ahora enfocada en el “producto final”, el output, hacia una atención al recorrido, a un trabajo visto como un proceso con resultados inciertos e imprevisibles, determinado en última instancia por las elecciones autónomas de los discentes.
La planificación de una práctica didáctica es un desafío por el cual todavía no existe una elaboración metodológica, experiencias consolidadas y buenas praxis. Así que se despliega como un posible terreno de experimentación, entregada a la inteligencia, a la experiencia, a la sensibilidad de los docentes [17]. Sin embargo, como señalaba, muchos elementos de una didáctica sensible a la diferencia ya están presentes en la escuela [18], pero están desligados, no componen un blasón pedagógico. Hoy se necesita entonces un proyecto pedagógico, un proyecto que enfrente en su nudo central la relación pedagógica.
La relación educativa y el eros pedagógico
Según Franza [19], al interior de la educación educativa, la docente, la maestra, el mentor, “es creado por el discípulo (y al mismo tiempo, de forma instantánea, crea el discípulo) que lo elige sanador de su propia herida, satisfacción de su pregunta. El mentor teje la trama de la manipulación, también en la buena forma de la 'abertura del ser', de desvelamiento de las cosas a través de un decir apasionado, pero el alumno se encadena a este tejido en el sentido de la fruición. Y el tejido no tiene dueño, es el lugar de una simetría que encarcela ambos actores, en la crisálida de un hechizo” [20]. En esta relación apasionada de reflejo reciproco, en el querer avanzar en la misma dirección, se perfecciona la relación docente - discente, donde desde siempre cohabitan no sólo el dominio directo, el condicionamiento autoritario, sino también relaciones de enriquecimiento reciproco. La relación necesariamente asimétrica entre maestro - discípulo se hace de esta forma también reflejo y retro-acción sistémica. Y esta relación, simétrica y circular, es evidentemente también erótica. Si por un lado, indica Bertolini, “en cualquier experiencia educativa no ocasional está presente, aunque de forma y con intensidades diferentes, la dimensión erótica de la personalidad” [21], por el otro, acontece que “la erotización del evento educativo está insertado en una autentica y consciente planificación educativa” [22]. De hecho, el eros pedagógico no constituye una variante de la sexualidad humana situada en un teatro educativo, sino una forma autónoma del deseo y del placer: el deseo de enseñar y de aprender, el deseo que ilumina los ojos del que finalmente ha comprendido, de quien se encuentra anonadado por el que ha conocido, la alegría de quien, intentando explicarlo, ha entendido mejor, de una manera nueva e inesperada, lo que ya conocía. El eros pedagógico y el sensual están ciertamente contiguos pero claramente distinguibles, aunque el sexo sea parte del eros éste no es agotado por el sexo: el eros pedagógico es interno a la relación educativa, sirviendo a su horizonte de sentido, es “una tensión enfocada completamente a la conquista de metas que no son sólo técnicas o físicas sino también psicológicas, éticas y hasta intelectuales, vividas por otra parte bajo el signo de la alegría – querría decir hasta del placer” [23]. La relación docente - discente se presenta como una de las muchas formas no sexuales del eros y conecta con una pedagogía que reconozca la totalidad de los sujetos (educador y educando) con su conjunto de emotividad, corporeidad, deseos, necesidades...
Pero si el eros pedagógico no es sexual, ciertamente, es sexuado, diversificado en su interior por el corte de la diferencia sexual. El discurso pedagógico, por como se ha estructurado históricamente – según algunos autores – desde la relación pederasta maestro-discípulo en la Grecia Antigua, además que como relación comandada por el deseo [24], se sitúa de forma inmediata como íntra -masculina, completamente al interior de una relación entre dos varones, hasta el punto que Schérer llega i afirmar que “también con las féminas el pedagogo es pederasta” [25]. Este paradigma erótico (pederasta porqué intra -masculino) que ha informado de si mismo, en el bien y en el mal, la milenaria historia de la educación en occidente, aparece hoy en crisis: por un lado, porqué el suceder educativo se ha – después de los Griegos – estructurado efectivamente en la negación del deseo sexual, en el duelo del cuerpo [26] y, como consecuencia indirecta, en la desaparición de la intencionalidad erótico -pedagógica. Por el otro, a raíz del surgimiento de un nuevo sujeto en el panorama educativo – las mujeres – que no podía insertarse en tal contexto masculino sin cambiarlo de forma radical.
Al modelo maestro-discípulo, caracterizado por un amor hacia los discípulos que (excluyendo el mundo antiguo) negaba la corporeidad, el pensamiento de las mujeres ha, con Luisa Muraro, contrapuesto la relación intra -femenina entre madre e hija como presupuesto de la (re)construcción de la subjetividad de las mujeres, a través la transmisión de la lengua materna y, con ésta, de una genealogía e de un magisterio femenino, al interior de un orden simbólico distinto [27]. La maternidad, el dar a la luz, es un enlace que, por un lado, recupera aquella corporalidad que el modelo pederasta ya no podía gestionar y, por el otro, trasponiendo esta corporalidad en la relación entre una mujer más madura y una más joven, la transforma en ocasión de entrega pedagógica que atraviesa en plano afectivo, político e intelectual, para abrirse a una perspectiva educativa sexuada.
La autoridad pedagógica
El tema complejo de las relaciones entre educación, deseo, entrega, corporalidad y amor, aparece lejos de estar agotado teóricamente, sin embargo, no me parece que sea resoluble sin enfrentar el nudo de la reciprocidad. Entre la experiencia erótica y la educativa, en efecto, Bertolini indica, que existe una correspondencia: ambas “son o se constituyen en la forma de una relación ínter-subjetiva y ambas exigen en tal relación una autentica reciprocidad, sin la cual la relación educativa se traduciría en una forma violenta de condicionamiento por parte de uno de los dos protagonistas – el más fuerte, el más instruido, en fin, el adulto – sobre el otro; y la relación erótica se traduciría en una forma, también violenta, de objetivación, de mercantilización de un interlocutor, sobre todo del cuerpo del otro” [28]. Así, señala Sorrenti : “al centro de una 'pedagogía amorosa' las relaciones no mantienen la tradicional desigualdad cronológico-jerárquica entre quien educa (adulto) y quien es educado (no adulto), ya que desaparece la uni-linearidad – desde el educador al educando – que marca cada situación educativa reconocida como formativa. El 'amor pedagógico' es una vocación que se realiza […] bajo el signo de la reciprocidad, por la que el 'seductor' es también el 'seducido'” [29]. En breve, según Ferrario, es la “paridad psicológica, junta con el reconocimiento y la aceptación por parte de ambos de la imborrable asimetría estructural entre ellos, que puede generar unos procesos de intercambio fecundos, y de crecimiento por parte del discípulo” [30].
El cortocircuito erótico (entendido en el más amplio sentido posible) de la relación educador-educando se puede abrir a exigencias profundas y urgentes conectadas al ser humano: el reconocimiento reciproco de las diferencias, la entrega, la acogida, la abertura del ser a través de la palabra, la sanación de la herida que cada humano posee...
Si en el enfrentamiento de las múltiples valencias de la relación educativa, las mujeres hoy hacen una referencia teórica a aquella genealogía magistral intra -femenina que Muraro ha definido “orden simbólico de la madre”, hablar de sexuación de la didáctica, conciencia de la diferencia y eros pedagógico nos pones a los hombres el tema/problema del cuadro teórico y pedagógico al interior del cual (re)pensar la relación educativa [31].
Cada papel docente implica, en breve, la asunción de la autoridad magistral (cosa bien distinta del autoritarismo) hacia los educandos, asumir una responsabilidad que no se limita a la competencia científica y profesional, sino que comprende también el plano moral, político y afectivo. Quien se vuelve maestro (aunque sea por causa del desempleo) no lo es sólo por su disciplina sino, que lo quiera o menos, se pone de forma inevitable como modelo, que, evidentemente, puede ser aceptado o rechazado por el educando (a quien siempre le toca la aceptación y la recusación), pero que nunca puede darse de forma inconsciente o no responsabilizada. A pesar de ésto, como sucede subiendo una escalera o saltar una zanja, en el abandono de algo debemos tener fe en que otra cosa nos estará esperando, alguien que nos apoye en el transito. Debemos tener fe para dar el paso, el paso cumplido fortalece nuestra fe. La relación educativa tiene que ver con la fe, y la fe con el maestro que guía. Escribe Benveniste, en relación a las connotaciones indoeuropeas de la fe: “la noción latida de fidēs establece entre los interlocutores una relación inversa a la que sostiene para nosotros la noción de 'confianza' (cfr. confiance). En la expresión 'tengo confianza en alguien', la confianza es algo mio que pongo entre sus manos y del que él dispone; en la expresión latina mihi est fides apud aliquem[tengo crédito hacia alguien, inspiro confianza a alguien], es el otro que repone su confianza en mi, y soy yo el que dispone de ésta. […] El 'posesor' de la fidēs detiene un titulo que es depositado 'por, hacia' [ apud] alguien: lo que demuestra que fidēs es en senso proprio el ' credito del que se dispone en el interlocutor. […] Desde el hecho que fidēs designa la confianza que el que habla inspira en el interlocutor, y de la que tiene en el, resulta que para el se trata de una ' garantia ' a la que puede apelarse” [32]. Sin embargo, esta definición no es la única posible: “si se analizan las diferentes relaciones de fidēs y las circunstancias en las que éstas están explotadas, se notará que los interlocutores de la 'confianza' no tienen un estatuto paritario. El que detiene la fidēs puesta en el por un hombre tiene ese hombre en su poder. Así es como fidēs se vuelve casi sinonimo de potestās y de diciō. En su forma primitiva, estas relaciones comportan una cierta reciprocidad: reponer la propria fidēs en alguien procuraba a cambio su garantia y su apoyo. Sin embargo, este hecho subraya la inegualdad de las condiciones. Es por lo tanto una autoridad que se ejerce contemporáneamente a una protección sobre aquel que se somete, en cambio y en la medida de su sumisión” [33]. Tal ambigüedad me parece presente también en la relación pedagógica, en la cual es reconocible una acepción de fidēs, entendida como dominio, como potestās sobre el discente, y la otra, más reciproca, de entrega del discente que recibe en cambio garantía y apoyo. Pero, si en la primera acepción, el discente repone su confianza en las manos del docente que ne puede disponer en términos de dominio, en esta segunda acepción “reciproca”, el crédito que el docente detiene en el discente representa para este último una garantía de fidelidad a la relación pedagógica. La insistencia sobre el valor de la relación vuelve a configurar el papel de la autoridad. Ésta se realiza, en efecto, sólo en la relación, se da en cuanto (y sólo hasta cuando) se reconoce autoridad a alguien y al valor de su decir/actuar. Por la razón de su acontecimiento simbólico, que puede realizarse y cesarse en cada momento, la autoridad excluye cualquier posesión. Realizándose a partir del discente no está en posesión del docente, ni – evidentemente – del mismo discente, que la ha donado. Pero, siendo conectada a una disparidad reconocida, se realiza como relación móvil y, entonces, puede reconocerse también al discente. En este sentido, en cuanto acontecimiento relacional asimétrico que, comparable al desnivel de los vasos comunicantes, genera cambio, puede ser enormemente creativa. Creativa de forma coherente con la misma etimología del termino.
“Autoridad” (en latín auctoritas) deriva del verbo augeo y, como nota Benveniste, “en sus usos más antiguos, augeo no indica el hecho de aumentar lo que existe, sino él de producir desde el proprio sentido; hecho creador que hace surgir algo de un terreno fertil y que es privilegio de los dioses y de las grandes fuerzas naturales. […] De este sentido es testigo el nombre de agente auctor. Es calificado como auctor, en todos los campos, aquel que 'promueve', que toma iniciativa, que es el primero en producir alguna actividad, aquel que funda, que garantiza, en breve, el “autor”. […] De aquí, el abstracto auctoritas reencuentra su pleno valor: es el hecho de la producción, […] o la validez de un testigo real o el poder de la iniciativa, etc. […] Cada palabra pronunciada con autoridad determina un cambio en el mundo, crea alguna cosa; esta calidad misteriosa es aquel que augeo exprime, el poder que hacer brotar las plantas, que da existencia a una ley. […] Valores obscuros y potentes yacen en esta auctoritas, el don a pocos reservado de hacer surgir alguna cosa y – literalmente – de llevar a la existencia” [34]. En este sentido, la autoridad, en cuanto empuje generativo, es estructurada en su reconocimiento como autor, otorgándose la autor idad, y al mismo tiempo donando autoridad, por el autor izar, permitiendo así al otro de volverse a sí mismo autor [35]. Y se muestra como creación, como posibilidad de acceso a la originalidad personal propia y de otros, por el hecho de que se estructura en relaciones interpersonales. Al revés del uso corriente del termino autoridad, su ejercicio más real y profundo se exprimiría así en el respecto y en la valorización de las diferencias y de la originalidad personal, al interior de un reconocimiento reciproco.
Esta connotación de autoridad – entendida como danza relacional reciproca, como eros y como fidēs reciprocas – propone como recorrido que, abriéndose a la relación, al reconocimiento, a la creatividad, al ser autor (de sí mismo y de los demás) y al autorizar (a uno mismo y a los demás), pueda responder a las cuestiones que la instancia de reconocimiento de la diferencia y de la sexuación de la didáctica nos ponen a los hombres empeñados en el mundo de la formación.
[1] Cfr. L. Irigaray, Speculum. L’altra donna, Feltrinelli, Milano 1993.
[2] L. Irigaray, Parlare non è mai neutro, Editori Riuniti, Roma 1991, p. 279.
[3] Ivi, p. XI.
[4] Ivi, p. 284.
[5] Cfr. P. Di Cori, Genere e/o gender ? Controversie storiche e teorie femministe, in A. Bellagamba, P. Di Cori, M. Pustianaz (a cura di), Generi di traverso. Culture, storie e narrazioni attraverso i confini delle discipline, Mercurio, Vercelli 2000, p. 44.
[6] Illich, Il genere e il sesso, Mondadori, Milano 1984, p. 153.
[7] Irigaray, Parlare non è mai neutro, cit., p. 312.
[8] Cfr T. Laqueur, L'identità sessuale dai Greci a Freud, Laterza, Roma-Bari 1992 .
[9] Gaspara Stampa(Padova, 1523 – Venezia, 1554) fue una poetisa italiana, Elsa Morante (Roma, 18 agosto 1912 – Roma, 25 novembre 1985) ha sido una escritora, ensayista, poetisa y traductora italiana [NdT]
[10] Cfr. Il filo di Arianna (a cura di), La differenza non sia un fiore di serra, FrancoAngeli, Milano 1991.
[11] Pueda que sea por este motivo, por la connotación violenta de cierta didáctica, todavía hoy en día la frase “dar una lección” nos hace pensar a los porrazos?
[12] Cfr. S. Bellassai, L'invenzione della virilità. Politica e immaginario maschile nell'Italia contemporanea, Carocci, Roma 2011 e R. Botti, Dioniso e l'identità maschile, Mimesis, Milano-Udi ne 2010.
[13] C. Bertone, Profili di genere a tempo determinato: una ricerca sugli enti locali, in S. Bertolini – R. Rizza (a cura di), Atipici ?, FrancoAngeli, Milano 2005, p. 164.
[14] Cfr. P. Bourdieu, Il dominio maschile, Feltrinelli, Milano 1998, p. 102.
[15] Ivi, p. 103.
[16] M. Serres, Il mantello di Arlecchino. “Il terzo-istruito”: l’educazione dell’età futura, Marsilio, Venezia 1992.
[17] Per un primo orientamento sui presupposti pedagogici, vedi almeno A.M. Piussi (a cura di), Educare nella differenza, Rosenberg & Sellier, Torino 1989, S. Ulivieri, Educare al femminile, ETS, Pisa 2005, e AA.VV., Con voce diversa. Pedagogia e differenza sessuale e di genere, Guerini, Milano 2001.
[18] F. Frabboni, Europa e formazione: due sullo stesso tandem, in M. Marino (a cura di), Il mito della cittadinanza. Analisi e problemi in prospettiva pedagogica, Anicia, Roma 2005, p. 212.
[19] Mottana distingue, en el título de su libro, la figura del tutor de la del maestro, describiéndolos como dos tradiciones diferentes que rara vez se cruzan. Sin embargo, yo veo las dos figuras como estructurales y convivir en el papel de la enseñanza.
[20] P. Mottana, Il mèntore come antimaestro, in Paolo Mottana (a cura di), Il mèntore come antimaestro, Clueb, Bologna 1997, p. 17.
[21] P. Bertolini, L’eros in educazione. Considerazioni pedagogiche, in P. Bertolini, M. Dallari (a cura di), Pedagogia al limite, La Nuova Italia, Firenze 1988, p. 137. Sull’eros del rapporto educativo vedi anche R. Mantegazza, Con pura passione. L’eros pedagogico di Pier Paolo Pasolini, Edizioni della battaglia, Palermo 1997 e E. Dussel, Pedagogica della Liberazione(a cura di A. Infranca), Ferv, Roma 2004.
[22] Bertolini, L’eros in educazione, cit., p. 148.
[23] Ivi, p. 141.
[24] R. Schérer, Emilio pervertito. Rapporti tra educazione e sessualità, Emme Edizioni, Milano 1976, p. 95.
[25] Ivi, p. 120.
[26] Ivi, pp. 16-7.
[27] L. Muraro, L’ordine simbolico della madre, Editori Riuniti, Roma 1991.
[28] Bertolini, L’eros in educazione, cit., p. 138.
[29] C. Sorrenti, Il mèntore. Figura della formazione vitale tra emancipazione e nuova dipendenza, in Mottana (a cura di), Il mèntore come antimaestro, cit., p. 51
[30] M. Ferrario, Mentore e rapporto di mentorato : un modello e un punto di vista sull’applicabilità nella società di oggi, in Mottana (a cura di), Il mèntore come antimaestro, cit., p. 76.
[31] D. Demetrio, Maschi in educazione. Inevitabilmente padri: storie e declinazioni in una figura pedagogica, in AA.VV., Con voce diversa, cit.
[32] E. Benveniste, Il vocabolario delle istituzioni indoeuropee, Einaudi, Torino 1976, pp. 86-7.
[33] Ivi, p. 88
[34] Ivi, pp. 397-8.
[35] F. Fava, Formare alla leadership. L’accesso all’originalità personale, in “Aggiornamenti Sociali”, 12 (2003), anno 54, p. 800.